domingo, 6 de julio de 2008

UN UNIVERSO EN MINIATURA

Nuestra pandilla la formamos tres chicos y dos chicas, todos rondamos los veinte años, y a cuál mejor. Y reflejo esto con empaque porque todos nos queremos exageráo desde chicos. Nacho y Alba, forman pareja desde hace tiempo. Una tarde se regalaron un beso delante de tós, y ¡hala! se acabaron los coqueteos de los demás; con mi chica nada de nada; dicho que aprendió de un veraneante foráneo, de Graná. Alba es rubia, delgada, resoluta, risueña y muy estudiosa. Nacho se enamoró de ella en cuanto tuvo algo de conocimiento. Él es un tío de los guapos, según todas, y sólo piensa en jugar al fútbol, aunque no le impide aprobar todas las asignaturas. Luego nos divertimos como podemos Luismi, Mary y este servidor, Lolo. En ocasiones, me siento como un verdadero tostón. Nosotros tres somos los solteros; y presumimos de ello ante todos, no se crean. De qué buena gana, tanto él como yo, dejaríamos de serlo muy a gusto. Y nos jartaríamos de darle la mano y besuquear a la Mary delante de el pueblo. Luismi es más gordito que yo, pero el jodío es más alto y guapo.
Solemos planear algunas aventuras que resultan emocionantes y, por sorpresa de vez en vez, hasta algo peligrosas, pues los cinco somos atrevidos y temerarios, a la hora de trepar y explorar por sitios casi inaccesibles, por algunas laderas y veréas de Sierra Nevada. Vamos a esos lugares en bici y pasamos la jornada al completo. Por ejemplo, el verano pasado nos decidimos a explorar una cueva que hay en el Cerro de la Muela. Era un día otoñal, espléndido con un cielo azul claro sólo manchado por la estela de un avión a reacción. Allí descubriríamos algo asombroso. Ya verán, ya, sobre todo para mí.
Ahora quiero recordar como todo el contorno y el clima cálido y arropador enarbolaban la figura esbelta de Mary; su negra melena casi zahína, su exquisito movimiento, y su pantalón vaquero estrecho que redondeaba su trasero y lo resaltaba con movimientos armónicos. No podía apartar la vista de ella cada vez que escalábamos un risco y la dejaba pasar primero. “Qué buena está”, mi cerebro liberaba ese pensamiento, incluso a mi pesar. Ya en cierta ocasión me dejó bien claro que predominaría la amistad entre nosotros, sacrificando el sexo.
¡Qué mala suerte, que tengo!
El camino hasta llegar allí era una sinuosa vereda con gran cantidad de altibajos y recónditos bancales cercanos a las casitas de paredes blancas con las cenefas de pintura de cemento y de lejos acompañándonos las arboledas, todo con enorme silencio.
Al fin, avistamos la Cueva de la Muela. Situada en un pequeño monte de relieve cuadrado en el que la cueva en sí daba la sensación que era una caries del cerro, rodeada de vegetación de secano con tonalidades amarillentas y, a ratos, verdosas. La entrada era angosta y oscura, apenas un túnel.
Una vez dentro, se abría una especie de galería por la que tuvimos que pasar agachados. Al final, se despliega una especie de habitación totalmente iluminada. Caían gotas del techo y en el suelo resaltaban bastantes charcos de agua. Pero, ¿de dónde procedía esa luz tan protagonista y que desplazaba toda oscuridad del fondo? Qué fenómeno tan poco corriente.
La curiosidad reinó en nuestras miradas. Quisimos averiguarlo y nos encaminamos con decisión directa al interior. Nachó encabezó la expedición, asida de su mano lo siguió Alba, su novia. “Qué suerte tiene el tío”. Inmediatamente detrás, Mary avanzó decidida; después yo, tras una recriminación de Luismi, que cerró la fila india.
Serían unos treinta metros de incertidumbre los que recorrimos con paso firme y sigiloso, acción hermanada con nuestros andares. A mitad de camino un eco nos sobresaltó y paramos nuestro movimiento bruscamente, en seco. Choqué mis partes más delicadas y protuberantes contra el trasero de Mary. Qué gloria, por unos segundos. Siempre me ha gustado el culo respingón de la Mary. Recuerdo de pequeño contemplarla al saltar a la comba, entre salto y salto asomaba su culillo entre el vuelo de su falda tan blanquito como el pico del Veleta en invierno. A las demás vecinas también me gustaba contemplarlas, eso lo deben comprender, pero ella me ponía salío perdió, y en más de una ocasión, cuando ya era un mozalbete, tuve que salir corriendo de la plazeta con cualquier excusa improvisada; con una rebelde protuberancia en el pantalón, con tanta malafollá como un quiste en el hueso de la nariz.
Sí, claro. Ella giró la cabeza y la daleó un par de veces marcándome el terreno con su mirada. Seguimos de inmediato con la curiosidad álgida y la incertidumbre quemándonos los nervios.
Ya faltaban muy pocos metros para acceder a la habitación interior iluminada donde se vislumbraba fuera de una altura de unos ocho o nueve metros; el resto sería, más o menos, como el aula de un colegio, de unos cuarenta alumnos. Los conocía bien.
Todos quedamos fascinados por lo que vimos. Cientos y cientos, miles, de luciérnagas revoloteaban alrededor de una veta de color oro casi albino que debía su brillo a los rayos de sol, y que eran refractados de pared a charcos y vuelta para que se perdieran por una grieta del techo como si hubieran recibido una mano de limpieza en un particular lavado automático para una oscuridad añeja. Éramos cinco personas fascinadas y con la boca completamente abierta.
Pasaron varios minutos donde el protagonismo lo adquirió el abrazo fraternal que nos unía. El techo de la morada, ¡qué digo techo!: el firmamento de la cueva giraba como las luces de las bolas plateadas de una discoteca de pueblo. Cuánta hermosura, privada, sólo para nosotros, príncipes elegidos del reino de la de placidez...
¡Ho No!, Luismi besa en los labios a mi adorada Mary. ¡Ho No!, le da un morreo. Qué suerte la de mi amigo; seguro que con él eso de romper la amistad no le importa una mierda, pinchá en un palo. Disimulé la mirada. Ni lo notaron.
De repente la luz desapareció, y con ella las luciérnagas. La grieta apenas dejaba pasar un minúsculo rayo de sol que sólo nos serviría para encontrar la salida.
Ahora sí, ahora los cinco nos miramos sabiendo que los minutos anteriores labraron una profunda magia para todos. La sorpresa fue tal que no lanzamos ninguna foto. Qué tontos.
Siempre sabría que una maravilla puede ir acompañada de un fracaso, una decepción, un desengaño, que sé yo, ni en qué orden. Pero que todo eso es pura vida, que hay que esperar cualquier detalle sorpresivo de ella, para bien o para mal. Que una decepción para ti puede suponer una gran satisfacción para otro. Y también sabría que las satisfacciones buenas no son las desgracias de los demás; como siente algún tontolapolla, por mucho que lo disimule.
Me alegré, porque en aquella cueva hubo amor de todas las clases.
Durante el camino de vuelta recibí los abrazos más profundos que uno pueda desear, muchos besillos en las mejillas, donde la Mary se esmeró como nunca lo hizo. Luismi me dijo al oído que lo sentía, que esperaba el momento adecuado para declararse ante ella y que el pequeño milagro que habíamos contemplado lo ánimo hasta el punto de no poder contenerse. Alba y Nacho, dejaron caer que le habían comentado a una amiga de la facultad nuestras escapadas y que en la próxima vendría para acompañarnos. Amistad y amor: indisolubles y repelentes, todo al mismo tiempo.
Volví a La Cueva de la Muela. Al detallar el “cosmos” del que fuimos testigos, tuve frecuente compañía en mis visitas. Pero jamás se repitió tal maravilla.
También he comprendido que hubo un universo en miniatura en aquella íntima escapada, el formado por los sentimientos vírgenes y verdaderos.

1 comentario:

MANUELO dijo...

Este cuento, aquí englobado en "relatus", concursa en Cuadernos del Vigía, que sería una colección de relatos para leer en el autobús público de Granada (año 2009), en caso de ser seleccionado. Lo coloco aquí porque agranda las posibilidades de que sea leído. Si eres granaíno te agradará parte de su lenguaje.