martes, 16 de septiembre de 2008

DOS EXCITADOS MIRONCILLOS

La contemplaba con un tormentoso deseo. Pensábamos darnos el lote (tocamientos por encimilla), sobre todo yo, en un recóndito banco del parque. Los dos éramos lo bastante jóvenes como para pretender ser aprendices de amantes. Llegado el anochecer era cuando las telúricas farolas harían acto de presencia. No era ni muchísimo menos un rincón pornográfico; aunque sí algo lóbrego y solitario, pero bastante diáfano si exceptuáramos los arbustos.
Sólo era el lugar donde los muchachos adolescentes agarrábamos tal calentón que difícilmente podíamos evitar masturbarnos, más tarde, al calor de unas suaves sábanas que nuestra mamá, en su afán de limpieza, nos atizaba. No hay nada como un buen interés hacia una exquisita meta para calmar una pesada ansiedad. Y, cómo no, alguna farola daba siempre fundida y era casi siempre la misma, la nuestra.
Reticente ella a cualquier tipo de amorío que no fuera un beso de tornillo, manteníamos la misma plática de muchas noches. En mi pensamiento la constante idea de comprarme un coche, nada más cobrar mi primer sueldo. ¡Ah, el amor!
- Pero muñeca, déjame aunque sólo sea un poquito. Nada más que te lo toco un poco por encima. Si sabes que me gusta mucho, y a ti también, ¿verdad?
Lo de muñeca, influencia del cine yanqui seguro
- Te he dicho que no, déjame. Nos pueden ver.
Replicaba mi compañera en tan crudo lance, para de nuevo apartar mi mano de un manotazo. Tampoco quería ir a un sitio más oscuro y perdido. Muy comprensible.
- Anda, si yo me aparto así de medio lado y me pongo tal que así, y mira, ¿ves?, ahora hago este movimiento y ya esta fácil. Venga, joder que hace ya una semana, desde que estuvimos en el cine. Fíjate, mira, ¿ves?, ahora ya no podré ni mear, seguro.
- Si te estuvieras quieto, no te pasaría eso… ahí.
- Y ahí, ¿cómo se llama eso? Llámalo por su nombre, anda, muñequita.
- ¡Cállate so guarro!
Seguíamos parloteando de cualquier cosa tonta, hasta que a los dos minutos yo, ya, estaba de vuelta con mi enorme interés de tocarle, aunque solamente fuera un poco por encima, su monte de Venus y la tensa comisura de las braguitas.
- Cuando llegue su hora, y sepamos, ya te haré las cosas qué quieras.
Me animaba ella, un tanto nerviosa y con un punto de jocosidad.
Imaginad nuestra cara, ¿a qué sí? Hay valores universales.
Mi novia lucía en esos instantes unos matices colorados por sus mejillas. Mis distintos toques, aunque nada más que lo fueran por encima del pantalón vaquero, propiciaban tal asunto. Su cara rechoncha, con los labios carnosos, también rojizos, me hacía fantasear con el tiempo, y con las revistas guarras que me tragaba en casa de aquel amigo, de cuándo metería mi colita en su cueva de la hermosura, directo a la gloria.
Siempre cabría, en aquellas deliciosas noches, que después de un desaforado movimiento de breakdance, consiguiera que su delicada manita ejerciera de gentil anfitriona al contacto con mi sexo. Y muy bien estaría darle un descanso a las sábanas de mamá; que de tonta no tenía un pelo, y se iba a terminar pensando que yo sí.
- Pero muñeca, déjame aunque sólo sea un poquito. Nada más que te lo toco un poco por encima.
- ¡Qué pesado!, cuando llegue su hora me enrollaré. Ya lo verás.
- ¿Qué hora?, si no llevamos reloj.
- Bueno, me da igual las tonterías que digas. Además puede pasar mi padre por aquí, y nos puede ver.
Ella sabía muy bien que su padre ya estaría cenando algo.
- ¡Calla! Que es capaz de cortármela, el tío. Menuda cara de bestia tiene. Seguro que se come las latas de atún enteras.
Los nervios me traicionaban.
- ¡Anda!, pues claro que se las come enteras. Como todo el mundo, ¿o es que tú tiras algo?
- No, pero él se las come con atún, lata, y cartón.
En el fondo le gustaba que se desviara el tema principal de nuestra conversación, aun a costa de papá.
Bueno, llegamos a la noche, en cuestión, tan especial. Ambos, reposábamos los cuerpos en la misma posición de siempre. Aquélla que favorecía que ella, si se animaba, me la tocara. Hacía un día espléndido de finales de otoño. Esa noche vestíamos ropas oscuras; la moda aquella de las parkas azules, que dieron tanto juego. Pasábamos muy desapercibidos.
Tanto fue así, que una pareja de adultos ni nos vio mientras caminaban junto al efímero hogar que formábamos el banco y nosotros, y la luz de la luna, y el perro callejero mugriento, y el drogadicto a paso ligero de la misma hora, y una hoja volandera, y el fresquito; y, desde luego, las radiantes estrellas que tanta tortícolis me proporcionaban.
- ¡Niña!, agáchate un poco, que no nos vean éstos. Igual te conocen y se lo dicen a tus viejos, y para qué queremos más.
Entonces, quedamos los dos hechos un bulto, algo sospechoso, tipo estatua.
- Ahora cariño. ¡Vamos!, que ya no aguanto más. Vamos a hacerlo como de novios. ¡Venga!
Oímos decir a la mujer de la inoportuna pareja. El hombre, algo más maduro, de unos cincuenta años, se le acercó, le palpó el culo, que ella le ofrecía generosamente, perdió su mano en excitante parte, acto favorecedor para que ella se empinara más en la postura, resaltando aún más sus glúteos, todo ello adornado con unas deliciosas braguitas negras brillantes.
- Amor mío. Cada día logras ponerme más cachondo. ¡Qué buena estás!
Le expresó el hombre, mientras la desnudaba, de cintura para abajo, y se desabrochaba la bragueta. En un momento la estaba penetrando por detrás. A base de empujarle la columna vertebral, hizo que la mujer se pusiera a cuatro patas en el césped y él, de rodillas, la estuvo poseyendo un rato, con un golpeteo contrarrestado que denotaba un fuerte entendimiento.
Ya se pueden imaginar la potente erección que ofrecí, tan incontenible que corría el peligro de eyacular dentro del pantalón. Me hubiera producido un daño terrible. Así que, ni corto ni perezoso, me la saqué.
- Pero, - susurró mi chica- qué haces, no seas guarro. Mira que me voy.
Escuché de aquellos dulces labios, a los que cada vez veía como un oscuro e irresistible poder de un incontenible antojo que me hechizaba.
- ¿Sabes lo que te digo? Que si te tengo que esperar a que te animes voy a ser tan mayor como esos dos, así que tienes que decidirte ahora mismo. ¿Me lo haces, o no?
- Pero, ¿qué quieres que te haga, tonto?
- Métetela en la boca, por favor, preciosa, guapa.
Sería la primera experiencia para los dos. Me envalentonaron las circunstancias.
Llegó nuestro momento. ¡Vaya sí llegó! Mi pene se hizo adulto en aquel preciso instante, rígido y tembloroso, en el interior de mi compañera. Me contuve cuanto pude. Ella se limitó a mantenerla dentro de su boca, aprisionada con su lengua y su paladar, sin respirar. Aún noto, concentrándome, su aliento.
Se marchó la otra pareja. Me callé. No quería que el acto de jocosidad al que la providencia me había llevado terminase nunca. Pero mi futura esposa decidió que ya había tenido bastante y se levantó. Craso error. Ese movimiento fue lo bastante excitante como para que mi contención estallara, sin tiempo de nada, como una manguerita de riego. A la pobrecita muchacha le cayó la riada en su melena.
El enfado no duró demasiado. Repetiríamos con interés.
Yo hice todos los esfuerzos posibles para tener un cochecito cuanto antes.
Me valía cualquiera, incluso sin motor.

1 comentario:

MANUELO dijo...

Este relato erótico es la mezcla de dos vivencias en distintos días pero el resto es bastante fiel, como se sale de la norma pues me he animado para enviarlo al concurso II RELATOS PARA LEER EN EL AUTOBÚS, de GRANADA capital.
Lo llevo "chungo", pero no me he podido sujetar, supuestamente el que gane será leído por los viajeros, aparte del premio. Ya te digo: jodido lo veo.