martes, 2 de septiembre de 2008

¡QUÉ PATATAS CON SABOR A CARNE!

En cierta, y en más de una, ocasión me contaron esta anécdota. Por ser cariñoso lo menciono con algo de eufemismo. Allá por finales de los sesenta un tipo solterón, así se decía en los pueblos a los solitarios cuarentones, tuvo la fortuna de conocer a una mujer viuda, según presumía él con constancia, y, de paso, al hijo de ella de una edad próxima para que el Estado lo llamara a filas en poco tiempo aunque con grandes posibilidades de librarse de la Mili por su carácter “inocentón”. Poco tardaron en juntarse en el piso de ella, hecho que contribuyó el ofrecimiento del hombre para pagar todo el alquiler. Es fácil imaginarse las penalidades de la convivencia con ingresos mínimos para subsistir en paz con el sueldo mísero de un ferroviario y una pírrica paga de viudedad.
Él, muchas de las mañanas a la hora del almuerzo en el trabajo con los compañeros, quería dejar bien claro la suerte que había tenido en conocer a la que con probabilidad llegara a ser su futura mujer. En especial presumía con ahínco de las patatas cocinadas con sabor a carne que comía un buen número de días al mes. Qué suerte tienes, ¡canalla!, condescendían algunos.
Por lo visto, un compañero tenía un hijo de la misma edad que el susodicho y un día le comentó que también había tenido mucha suerte su futuro hijastro, que su chaval escuchaba como aquél hacía alarde de unas tajadas de carne riquísimas con sabor a papas cocinadas por su madre, y que se metía entre pecho y espalda un buen puñado de días al mes.

No hay comentarios: