martes, 27 de enero de 2009

UN MACHO CABRÍO ESPONTÁNEO

Transcurriendo una mañana al amparo de una fría brisa, allá mismo por la línea ferroviaria entre Madrid-Chamartín y Burgos, cuando buscábamos, un veterano del mantenimiento al que llamaré Julius con el que mantenía brotes de amistad en ocasiones y el que narra, una avería en el cable eléctrico físico y aéreo (el tendido), entre veredas caprichosas y algún precipicio de relieve considerable, comentando banalidades sobre el tiempo y los níscalos que recogíamos al paso, me percaté a medía lejanía, y al final de un camino que avanza en paralelo a la vía (explanación) pero al que había que acceder, con gran esfuerzo, al final de su desnivel que moría a unos mil metros hasta que desapareciera, y digo que me percaté del hilo de tensión, algo maltrecho, cerca de un poste de madera, donde presumiblemente debería ir sujeto. “Debe ser el aislador”, dice él sin dejar de buscar setas. Yo de aquélla, joven trabajador recién llegado, pienso que ésta es la mía y que debo llegar el primero al lugar y confirmar la avería, demostrando el interés por integrarme a la mecánica de trabajo observada y permitir que él hablara con los gnomos un rato más. Claro está que para tal cometido debo atajar tiempo. Decido precipitarme por la ladera, pero qué muy empinada, ya que físicamente estaba preparado para tal menester. “¿Dónde vas con tanta prisa?, ¡muchacho, que te vas a caer!”, escucho y no hago caso. Menciono ahora que un rebaño solitario de cabras estaba pastando cerca del sitio y al que tuvimos que esquivar unos metros atrás. Ni corto ni perezoso, o lo que yo decidí que iba a ser con dos cojones, me lancé por la cuesta dando saltitos de un metro más o menos y girando la cadera de izquierda a derecha para ir facilitando el apoyo de los pies y así descender los cincuenta metros hasta llegar a la explanación. Ahora bien.
Las hijas de puta de las cabras dejaron de pastar y se precipitaron detrás de mí balando como posesas, persiguiéndome como si les debiera el alimento de un año. Aceleré el paso y ellas también. Y volvimos a acelerar todos de nuevo. Al caer en piso firme las rodillas me flaquearon. Abracé y besé el suelo, entonces las cabras pasaron por encima de mí, todas, por lo menos eran doscientas. Corrieron sin parar hasta que las perdí de vista.
No me habían pisoteado demasiado pues los animales sabían esquivar; pero, eso sí, se me escapó un pedo gordo y bastante rebelde que no quise darle más protagonismo del debido.
Arriba del precipicio observé a Julius como se quitaba las manos de la cabeza y me hacía gestos de que yo estaba “loco perdío”. Luego sonrió al verme reincorporar y me hizo señas para que lo esperara junto a la probable avería del cable de corriente.
Más tarde, con todo resuelto; decidió reírse a mi costa y llamarme “cabrón” un par de veces o tres, por no hacerle caso y por ser tan temerario. Y tan “gilipollas”, añado.
MACHO CABRÍO=CABRÓN=macho de la cabra.
También reí lo mío, por fin, al relacionar los términos.

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