viernes, 19 de junio de 2009

EL BAUTIZO DEL "GÜEVOS"

Él deambulaba por su pueblo natal buscando la oportunidad de tomarse un vinillo que no estuviera fresquito. Él era conocido por su temperamento, por ser un tanto borrachín, y por sus dichos peculiares que eran una mezcla de refranes solapados por semántica y lingüística tan personal como graciosa (que será detenidamente reflejada en más de una ocasión venidera).
Pues bien, el médico vecino del personaje le reclama atención diciéndole: "parece que andas un poco con las piernas separadas", sin poder precisar con qué intención. Él replica:
- Es que tengo los güevos muy gordos.
- Pero, con "h" o con "g". - Insiste el médico.
- Con "g" y con diéresis, tonto la polla.
A partir de ese momento pasó a llamarme el "güevos" para casi todos.

viernes, 12 de junio de 2009

SOBRE REFUGIOS VARIOS

La vida acaba por refugiarse en la muerte, nuestro amor en el roce y el cariño, los miedos en las risas, el niño en los brazos de su madre, el simple en lo cotidiano, los escritores en la escritura, pero y la pureza ¿dónde se refugia la pureza? La soledad lo hace en la tranquilidad, la luna en la noche, el rico en su arca, los náufragos en su esperanza, los mendigos en la botella, la mar en su bravura, pero y nuestra alma, ¿dónde refugiaremos nuestra alma?

domingo, 7 de junio de 2009

EL GAY SABER

Decidí acercarme hasta el Retiro a darme una carrerilla para entre descanso y descanso sentarme a leer un ratillo, a mis treinta años, allá por mediados de los años 90.
En aquel momento elegí un libro de Friedrich Nietzsche, que previamente había conseguido en la Biblioteca Pública sabiendo que algunos de sus aforismos se pueden localizar en cualquier tiempo del paso del hombre y su ser... –"humano, demasiado humano"-, (título este último del que sentía ingentes ansias y al que verdaderamente intenté localizar, pero que no pude conseguir y me conformé con otro). ¿Bien?
El prólogo del libro se presentaba por partida doble: uno, el primero, del traductor, hablaba sobre una localización bibliográfica histórica del autor, al que la mayoría debe reconocer sobradamente; otro, el segundo, el del filósofo Nietszche, el autor, lo hacía sobre el problema personal con el que se encontró a la hora de bautizar el libro que ostentaba yo, en mis sudorosas manos, de título: EL GAY SABER.
El razonamiento principal que el autor me transmitió era sobre la problemática a la hora del pensamiento y opinión del futuro lector sobre el título. Por lo visto, Nietzsche barajó varios títulos en pos de un acierto completo, al que, y también por lo visto, no llegaba a buen término bajo ninguna perspectiva de completo acierto. Por supuesto él lo explicaba con la corrección debida, no como este aprendiz de cuentista.
Tal era el caso que ese libro ha sido titulado de varias formas para distintos países. Pero su fuente de inspiración general a la hora de iniciarlo la cogió el autor de la gaya ciencia renacentista. Y así se decidió titular el libro en algunas ediciones.
Posteriormente, y ya lejana la muerte del pensador alemán, alguna edición ha sido rebautizada. Una de esas ediciones era la que sujetaba en mi poder (sustituido el título de la gaya ciencia por el de el gay saber). Es importantísimo el título en un libro. Hay toda una suerte de conflictos a la hora de plasmarlo definitivamente. Cuenta quién lo escribe, qué quiere transmitir por la vía rápida, o sea el título encarrila, y, sobre todo, lo es para quién lo va a comprar.
Para acceder al gran Parque del Buen Retiro madrileño debía coger un tren de cercanías desde Villaverde Bajo y apearme en la estación de Puerta Atocha. Unas gotas de lluvia me hicieron cambiar de planes y esperar acontecimientos sentado en un banco de la estación, a ver si escampaba. Comencé entonces una lectura relajada del libro. Satisfecha en parte la curiosidad que algún aforismo me había soliviantado, decidí reposar el ejemplar en el banco de madera. Perderlo un rato de vista me facilitaría, debido al tedio de nuevo, la búsqueda de mi espíritu, y con ello mi alma animara a mi físico a practicar deporte que me mantuviera en forma y de ese modo esquivar el horrible aburrimiento al que me acabo de referir. Qué bien podrían darle mucho por saco de vez en cuando, dicho sea de paso. Aunque, por otra parte, si esa abrumadora circunstancia contribuye a que el físico mantenga los niveles mínimos de rendimiento aceptable del cuerpo y mente, que nos albergan toda suerte de parámetros metafísicos, bien hallada sea. A veces, no sabe uno cómo acertar. Te aburres, lees y/o corres por los parques. El libro me inspiraba a meditar.
A una distancia de unos cien metros observé, con paso herrumbroso, acercarse una figura humana, no demasiado humana se diría por sus andares, hasta mi posición. No le presté más atención que la que se le presta a un perro que mea la rueda de un coche. Pronto lo tuve a mi altura y se fijó en todo aquello que me rodeaba, incluido el libro del gran filósofo alemán que le acarreó una gran apertura de párpados y profundo centre en su mirada.
El aspecto físico del individuo era el siguiente: la indumentaria, un chandal barato a juego con las zapatillas, todo de tono azulado, era apropiada para haber pasado por cualquier persona "enganchada" en algún tema prohibido y perjudicial para la salud, buscando los W.C de la humilde estación, y con la vena más picada que el colador de mi abuela; pero el hilo de babilla que le colgaba por la comisura de sus labios, en la parte derecha, y cierta papada no disimulada, que le hacía sombra al cuello, le despejaba el aspecto de yonqui malogrado. Muy repeinado, el tipo, como si lo hubiera hecho con lija del siete, y mojado el cabello, oscuro como para asustar a un bebé; sus rodillas debían estar algo deformadas, muy parecido a la forma del protagonista juvenil de Forrest Gump. El menda comenzó a reír a borbotones, sin dejar de observar mis pupilas y señalar el libro. Va y dice:
- ¡FFVVAMOS, FFVVAMOS..., FFVVENGA!
No era yonqui. Era tonto perdido. Claro que el tema de tonto está por dilucidar; conozco a más de uno con la cuenta bancaria muy saneada y con una mujer que te quita el hipo. Lógicamente yo me hice el loco. Es a lo único que temen los tontos de verdad. Aunque en ese preciso momento mi locura no era otra que un ostentoso disimulo y un: no hacerle ni puñetero caso. Va y larga de nuevo:
- ¡FFVVAMOS, FFVVAMOS..., FFVVENGA!
"Hay que joderse", repliqué, no sin dudar que lo hubiera hecho en voz alta.
- ¡FFVAMOS... Y NOSSFF… LA CHUPAMOS!
"La madre que lo parió", salpiqué, ahora sin ninguna duda de que lo había realizado a voz pelada, y que probablemente me hubieran escuchado hasta en su casa.
- ¡FFVAMOS... Y NOSSFF LA CHUPAMOS!
Repetía una y otra vez el individuo, sin apartar la vista de mi cabeza. Me propinaba una sonrisa burlesca, igual que la que se le da a un animalillo al que creemos le va a agradar. Le contesté:
- Date una vuelta por ahí, hombre, que a lo mejor te está buscando tu padre.
Todavía hoy, cuando escribo esto, no tengo la consciencia de que me hubiera entendido. El tipo no se inmutó para nada en su forma de actuar. Y repetimos, ambos, toda la jugada un par de veces más.
La conclusión que sacó el tiparraco de todo aquéllo no debió de ser otra que la de prolongar, lo que para él era, el juego. Agarró el volumen (o sea, el libro) que tan ricamente reposaba en el asiento de madera y salió corriendo de tal guisa que casi pierde el culo; por cierto, con un buen manchón aquello, en forma de flor abierta, de haberse sentado en cualquier lado grasiento y desparramado.
Arranqué detrás de él. No era cuestión de perder el libro en ese lance. Ni en ése ni en cualquier otro. Menuda cara se te debe de quedar al anunciar a la muchacha de la biblioteca que lo has perdido. Sería dejar libertad de pensamiento a una extraña para que te pusiera a parir, y además con motivos. Corrí en pos de ese quitavidas como si me persiguieran un par de pitbulls.
Resultaba prácticamente imposible alcanzarlo.
Durante los próximos segundos, eternos como la espera de la nómina, el individuo dedicó toda su inteligencia a esquivarme, a situarse detrás de algunos árboles, a saltar, el muy jodido, y toda clase de penurias para mis fatigados tobillos. Yo pasaba en esos tiempos por un periodo de rehabilitación y mis movimientos musculares no eran todo lo álgidos que hubiera deseado. Y el tonto se había dado cuenta.
Por las cercanías del andén a la que dedicamos protagonismo no transitaba apenas nadie, a excepción del par de viajeros de turno. Ahora bien, algunos de los bancos de madera estaban ocupados por varias facetas de la vida familiar esperando algún tren; novios, madres con carrillo de bebé, y señoras con carrito de compra en etapa de reposo. Zonas que él consideró de avituallamiento y que utilizó, con toda la exactitud, como lugares de esquiva de mi persona. Una de las señoras gordas exclamó: "¡Mira!, dos gilipollas en apuros... ¡tan mayorcitos!"
Ese pensamiento llegó a mis más temibles neuronas como el aguijonazo de una avispa a la que le acaban de poner los cuernos. Apreté el paso. Concentré mis energías en la mental anestesia de mi Tendón de Aquiles. Le grité varios improperios seguidos al tontiloco, recordándole cierta parte de su rama familiar. Por fin, encajé mi dentadura como si la hubiera embridado con pernos de acero. Todo fue nulo. Él debió de desarrollar algo parecido y seguía esquivando mis ataques con la misma facilidad que Pelé lo haría con los defensas europeos.
Por fortuna, en el andén aparecieron dos perrillos falderos jugueteando.
El tipo se escondió detrás de uno de los pilares, a sabiendas que allí podría reposar sus pulmones unos segundos, dispuesto a continuar el asnado juego hermafrodita con el que parecía disfrutar el fulano como una quinceañera recién enamorada. Allí, se limpió la babilla que ya estaba a punto de solidificársele.
Entonces, uno de los perros distrajo la atención del interfecto el tiempo necesario para que yo de un salto casi felino le alcanzara la jeta. Él recibió un pequeño manotazo en su oído derecho que, con probabilidad, le hizo recordar la primera suma que le obligaron a realizar en la escuela antes de que sus padres decidieran que todo era inútil.
Se echó a llorar con tanta facilidad como lo hace tu novia jovencita si no le dices te quiero todos los días, un par de veces. Me quedé traspuesto y sin hálito a expensas de lo que la vida quisiera ingeniar conmigo en el próximo minuto.
El desgraciado lloriqueaba como una hiena recién parida y primeriza. Vi el libro a unos cinco metros de nuestra situación abierto en dos y boca abajo. Iría por él.
- ¡Oiga!, ¿¡adónde va usted!? ¿Por qué ha agredido a este señor? ¡Quieto!
Era la voz solemne y cansada de una agente de la autoridad.
Una pareja de policías, de esos que pasean por las estaciones y que apenas tienen barriga, nos observaban. Eran un hombre y una mujer.
Había chillado ella. Válgame el Señor, pensé furibundo.
Que me ahorquen si pude articular palabra alguna. Necesitaba todo el aire que había en el planeta para mí sólo. La guripa, con ese traje rígido que es capaz de afear a la Marilyn, se me acercó con la mano en la porra. Era rubia de bote y con nariz de loro. Me espetó:
- ¿Por qué perseguía a este muchacho, qué quería hacerle? ¡Vamos hable!
El tonto comenzó a levantarse y exclamó:
- ¡¡MAFFF FFPEGAGOOO!!
El municipal macho me agarró del brazo e impidió que recogiera mi libro. En ese momento me permitieron hablar:
- Solomente quería recuperar mi libro que este delincuente me quería robar.
- ¡¡MAFFF FFPEGAGOOO!!
- ¡Encima! Será cabronazo el tío. - Repliqué como un hincha cabreado al linier.
Un hombre se acercó hasta nosotros. Era uno de los jubilados a los que tuve que esquivar minutos antes y que a partir del suceso no nos había perdido de vista.
- ¡¡MAFFF FFPEGAGOOO!!
El tonto pareció reconocer al recién llegado. Debían ser vecinos o algo parecido. Creí que mi suerte haría acto de presencia ese día.
- ¿Ha visto usted algo? - Inquirió la agente al señor.
- Me parece que éstos se traían cachondeo por no se qué de un libro. -Dijo el viejo-. A éste, -ahora señaló al otro-, lo conozco del bloque de aquí al lado. Siempre se está metiendo en líos, que es lo que anda buscando todos los días. Usted ya me entiende.
El viejo se pasó el dedo índice de su mano derecha por la mejilla más cercana, como si se repasara la ubicación de una cicatriz de guerra recorriéndola despacio.
- ¿Cuál libro? - Replicó el municipal.
Recogí el ejemplar en esos momentos con toda la celeridad que pude y se lo puse en bandeja para que lo analizaran con la parsimonia a la que nos tienen acostumbrados. Así lo hizo. Después se lo enseñó a su compañera y soltaron, ambos a la par, una cínica sonrisilla. Dijo ella:
- Gracias caballero, -señalando al jubilado-, muy amable. Creo que no va a haber problema de ahora en adelante. ¿Verdad? -Ahora me miró a mí-. Se va a ir cada uno por su lado y que no los vuelva a ver juntos. Venga que ya estamos dando demasiado la nota por aquí.
Asentí con la misma alegría que lo hice cuando me propusieron mi primer trabajo. El tonto mariquita se alejó siguiendo los pasos del jubilado.
La pareja de autoridades desarrolló pose de ciudadanía estable viendo como yo arreglaba el libro y me alejaba de allí con un punzante escozor en la nuca procedente del pensamiento sobre la rubia de bote que me estaría poniendo verde y, seguramente, criticándome más que a su jefe inmediato.
Les oí comentar, sin saber exactamente en qué orden:
- Joder, con los maricones estos, ¡cuántos problemas nos dan!, si es que les da igual cualquier cosa, ya. ¿No sé dónde vamos a llegar?
Y yo, con una voz abonada a la sequedad de un desierto, le dediqué una reflexión profunda al título del libro y a la disertación que un rato antes había leído en él plasmada por el filósofo alemán.
"Señor Friedrich, por lo que a mí respecta, se ha elegido un mal título para su libro".
Me alejé de la estación a la búsqueda de una ducha templada como si me fuera la vida en ello.
Ya iría al Retiro otro día.
"Moralidad es el instinto de rebaño en cada individuo"
F. Nietzsche. "El gay saber".