En cierta ocasión me contaron esta curiosa anécdota, que por ser cariñoso la califico eufemísticamente. Allá por finales de los setenta un tipo solterón, así se decía en los pueblos a los solitarios cuarentones, tuvo la fortuna de conocer a una mujer viuda de su misma edad, según presumía él con constancia; y a su hijo, de una edad cercana para que el Estado lo llamara a filas. Poco tardaron en juntarse en el piso de ella, economía a la que él contribuiría pagando el alquiler. Es fácil imaginarse las penalidades de la convivencia con ingresos pírricos para subsistir en paz con el sueldo de un ferroviario de nivel mínimo y una exigua paga de viudedad.
Él, muchas de las mañanas siempre a la misma hora, quería dejar bien claro la suerte que había tenido en conocer a la que con probabilidad llegara a ser su futura mujer. En especial presumía con ahínco de las patatas cocinadas con sabor a carne que comía un buen número de días al mes ante sus compañeros de faena en el momento del almuerzo que a veces compartían.
Por lo visto, uno de ellos tenía un hijo de la misma edad que el susodicho y un buen día le ilustró: resulta que también había tenido mucha suerte su futuro hijastro, que su chaval escuchaba como aquél hacía alarde de unas tajadas de carne riquísimas con sabor a patata cocinadas por su madre que se metía entre pecho y espalda un buen número de días al mes.
No hay nada cómo un buen consuelo personalizado.
viernes, 6 de mayo de 2011
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2 comentarios:
Esto me lo contaron a traición. Casi todo en la vida suele suceder así.
Este escrito lo incluí hace un par de años o tres, pero lo he actualizado de cara al concurso del periódico 20minutos.
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