sábado, 17 de septiembre de 2011

LOS CALZONCILLOS Y LA BASURA

Por aquellos días mi vida era un trajín. Cumplía, por decir algo, con un trabajo fijo asalariado y con otra labor menos sistemática y en la que hacía las veces de gerente, por decir algo. Era un trabajo para el Estado y otro para la vida nocturnámbula en un bar de copas madrileño. Convivía en casa de mis padres en una dinámica que algunos caraduras, colegas de mi mismo corte, bautizamos con el nombre de hotel Mamá. De modo que es bastante sencillo imaginarse como me acostaba, un poco bastante tajada la mayoría de las noches, de madrugada y me levantaba con la hora justa, y resacoso, para ir al trabajo diurno que me ocupaba de 15h a 23h y que continuaba en el otro de 23h a 05h. Nunca comía a mi hora y apenas platos calientes por falta de acómodo. No veas tú. Carecía de pareja estable, con lo que no rendía cuentas de mi vida privada ante nadie y ello me daba aires de libertad para retrasar la búsqueda de mi dormitorio en busca de alguna chica con la que poder evadirme de este mundo, aunque sólo fuere durante algunos ratos.
Mi madre me lavaba y planchaba la ropa. Yo cedía al capricho de que ella decidiera como vestirme de vez en cuando. En aquel momento me dijo que la hornada de ropa interior estaba preparada en una bolsa de plástico en el recibidor, llena con más de veinte calzoncillos y calcetines que yo utilizaba todos los días en la ducha de cambio de curro.
Terminé de echarme al estómago alguna ingesta, deprisa y corriendo como siempre y me despedí agarrando la bolsa de ropa lavada y cogiendo la de basura que mi padre me proporcionó para que la depositara en el contenedor de la puerta del garaje de mi vehículo. Así lo hice, creí.
Llegado el momento de la ducha y una vez bien seco me acerqué a la taquilla y abrí, por supuesto la tiré según llegué a las tres de la tarde y la dejé reposar allí, la susodicha bolsa de ropa y sin mirar metí la mano para buscar unos gallumbos limpios.
Poco faltó para que me calzara una cáscara de platano en todo el capullo.
MORALEJA: una vida desordenada, golfa y alocada acabará por meterte entero en el cubo de basura.
Menos mal que yo me quedé con ese aviso o señal. Y fue el primero de varios que me llevaron a pensar que sería mejor dejar la vida nocturna y centrarme en la diurna.
POSDATA: mis padres estuvieron riéndose de mí algunos días, para después regañarme.
Hubo momentos en los que los tres solitarios nos queríamos mucho.

lunes, 5 de septiembre de 2011

TE OBLIGO A MÍ

Conoces a alguien, o te conocen, en ese momento mágico en el que el organismo reclama amor para su persona, o es decir casi siempre, y surge el enamoramiento de nuevo.
Es la contemplación de una escultura que gusta copiosamente.
Los primeros contactos pasan como una apisonadora precedida de un tornado donde la única meta es la pasión que antecede a la posesión.
En la escultura se aprecian detalles que te, o le, gustaría trocar.
La persona trata de cambiar a la otra.
El método es lo de menos, aunque algunos de ellos son extremadamente dolorosos: chantajes emocionales con incursiones agresivas en la vida social del otro.
La escultura comienza a no apreciar la mirada que antes le agradaba.
Te sientes, o me siento, muy mal porque los cambios que deseo, o deseas, no terminan de realizarse. Se arremete contra el perfil inicial.
Entonces la escultura se rompe.
Si me conociste de una forma, o te conocí, que gustó tanto, ¿por qué forzar el cambio mío, o tuyo?, con el riesgo conllevado de que al transformar dicha forma desaparezca el impulso inicial de gustar, o amar.
En ocasiones se proyecta la evolución, ahora sí justificada, para mejorar una situación amorosa como puede ser el abandono de una pareja por otra o las adicciones claramente peligrosas. Eso es otro tema.
Moldear dicha escultura (la persona amada) a tu, o mi, antojo no es precisamente la mejor manera de demostrar un querer.
SUERTE.