lunes, 3 de diciembre de 2012

AQUELLA DICHOSA ESTATUA

1
En aquellos días cuando esa edad a la que llaman adulta la vislumbraba como una época muy lejana y seria, demasiado, las vivencias que experimentaba por entonces se mezclaban entre reales, fantásticas y sorprendentes.
Cuando todo comenzaba a encajar en mi vida y las preguntas caían sobre mi conciencia como una gran cascada esplendente y constante; ¡ah qué dulce, la niñez!, tuve una experiencia de las que recuerdo más ingratamente confortable y extraordinaria.
Cerca de la casa donde residía confortablemente con mi querida familia existía un engolillado palacio. Tanto era así que nadie de la pequeña ciudad podría atreverse a echarle una edad concreta. Allí solíamos acercarnos en ocasiones algunos de los habitantes del pueblo. Aun estando en ruinas seguía siendo la casa más bonita de la comarca. Deshabitada desde no se sabe cuándo. El jardín, un gran parterre descuidado con bancos de piedra, que la rodeaba se había convertido en un pequeño paraíso donde los colores convivían en una armónica paz. A todos nos chocaba grandemente la exquisitez de ese jardín abandonado: la valla que partía la finca para su intimidad, oxidada, y de un enrejado enorme, y el detalle de que nunca nadie la vio abierta, los fuertes olores, frescos y perfumados, atraían toda suerte de pájaros e insectos. El Sol también era generoso con ese pequeño Edén. Aunque el motivo principal, comentado en su día por algunos de los más asiduos visitantes, que atraía a la vecindad era una estatua de mármol blanco ubicada en mitad del caminillo que conducía a la puerta principal, también de piedra blanca. Representaba a un muchacho de no muy avanzada edad, reclinado en una pose cordial de genuflexión y dando la bienvenida a todo aquél que tomara el sendero de la puerta. Portaba un libro en su mano izquierda, ¡como si el recién llegado lo hubiera importunado en su lectura!
En su mano derecha llevaba asida una rosa, la cual ofrecía al mismo son.
Cada primavera, de pronto en un día soleado, ya esperaba la estatua y su colorido jardín la visita de los curiosos.

Frente a la casa de mis padres habitaba una familia, al igual que todo el barrio, algo pobre, con una única hija. Detalle peculiar en esas fechas, todas las demás familias eran numerosas. Ella se convirtió en gran amiga mía desde pequeña, ya que con mi vocación de héroe la rescaté en más de una ocasión de compromisos un tanto frustrantes. Su condición de persona reservada y tímida la llevaba a lances aprensivos en multitud de ocasiones, ante los dichos de los demás niños, que yo ayudaba a rechazar. Era muy bella y gustaba de leer poesía. Me inició a mí en esa práctica y debo estarle muy agradecido pues a lo largo de mi vida me ha entretenido muy afablemente dicha lectura. Solíamos acercarnos juntos al pequeño palacio. Creo, éramos los más asiduos visitantes durante el verano. Conversábamos amigablemente en una ocasión:
- !Mira, Mira¡, qué limpia y reluciente está este año nuestra estatua.
Me decía ella con tono excelso.
- !Sí¡, ya la veo. Y el jardín también. ¿Fíjate?. Como tú.
- Me gustaría saber quién fue.
- ¿El artista?
- No, tonto. Él, la escultura. Tiene cara de ser muy guapo y bueno.
- A lo mejo, no existió y es sólo un adorno.
- Yo creo que habitó esta casa y que lo dejaron solo. Y él no se quiere marchar. Quizá no tiene adónde ir. Pobrecillo. Se le ve tan triste.
Por supuesto yo ya sentía los celos, como siempre con ella.
Lula se acercaba por su cuenta y riesgo hasta la valla en ocasiones, casi siempre al atardecer. Allí se dedicaba a leer y a observar los cambios que experimentaba el jardín. Aunque siempre se le dejaba notar un enorme afecto por la estatua, a ella parecía importarle eso más que los propios cambios florales.
La propia belleza de toda la copiosa mansión le hacía estimularse, ayudándole a escribir versos, como me confesó. Ya tan joven, creó algunos poemas de consideración y harto bonitos. Claro, en aquellos días yo no los apreciaba como lo haría hoy.

Empecé a percatarme con claridad en la crecida experimentada por la rosa que la estatua regentaba en su mano, que lo achaqué a problemas de mi vista.
- Lula, ya es tarde. Vámonos a casa. !Anda¡.
Tenía que decirle la mayoría de las tardes, cuando llevábamos un buen rato sin pronunciar palabra en aquel jardín abandonado.
- Espera un poquillo más Beny, ya nos vamos. Es que no lo quiero dejar solo tan pronto. Me da mucha pena.
2
Como casi siempre pasábamos las veladas juntos, la gente comenzó a pensar que deberíamos de estar enamorados. Muy grato para mí con lo que deje correr el rumor sin ninguna traba. Lo deseaba más que nada en el mundo.
Resignación era mi estado.
Fue entonces y con la coincidencia de mi quinceavo cumpleaños, o dieciséis quizás, que recibí un regalo de mis padres, para mi juvenil regocijo. Una cometa, manufacturada por ellos, con ayuda de un vecino amigo, muy bonita y grande. Le dibujaron una gran águila en su parte delantera para su estética; me encantó, y me faltó tiempo para enseñársela a mi adorada vecinita. Esa criatura que poseía todas las papeletas para robarme mi sorteado corazón. Mi amada Lula.
- Mira chiquilla, que cometa me han regalado en mi casa. ¿Vienes a volarla?
- Bueno, pero si me dejas manejarla. Nunca lo he hecho.
- Pues claro que sí.
Yo poseía algo que ella deseaba, qué inmensa alegría.
Lula aprendió el manejo enseguida. De repente, sin aviso alguno, un golpe tremendo de aire arrancó la brida que sujetaba la cuerda contra el mástil de la cometa. Ésta comenzó a planear en ziz zag, sin rumbo, planeando a lo loco; subía y bajaba sin ningún control, hasta que se inclinó por la punta y cayó en picado. La seguimos sin perderla de vista con el fin de recuperarla y observar sus malogros; dimos con ella enseguida. La hallamos haciéndole compañía a la estatua de mármol.
- También es casualidad.- Gruñí.
Sabía lo qué iba a suceder en los próximos minutos y me tembló todo el cuerpo.
- Mira, ha caído en el jardín. - Me decía Lula observando y reclinada su frente, brillante sobre la valla con un barniz especial en sus ojos.
- Se puede recuperar, si saltamos la valla.
Me dijo ella completamente decidida.
- Y si se entera alguien, ¿!qué¡?. Ya sabes que nos lo tienen prohibido.
- !Venga hombre¡, si no se lo decimos a nadie no pasa nada. Además hay que coger la cometa cuanto antes. ¿No?
Me sentenciaba sagazmente. Su verdadera intención era otra. Ahora lo sé.
No tuvo el menor problema en convencerme. El interés en recuperar mi cometa estaba barriendo todo pensamiento formal en la cabeza. Eso unido a mi espíritu combativo y a la incesante inclinación que siempre tenía por complacerla me animó a la decisión de entrar en el jardín. Llevado también por una curiosidad galopante y por el instinto de personaje novelesco y temerario.
- Venga vamos adentro. Te ayudo a alcanzar aquella rama y por allí descenderemos. - Le dije con gran nervisismo.
Recuerdo esos detalles, como si me hubieran pasado ayer, aquellos movimientos sinuosos y cariñosos. Lula y yo, escalando juntos una valla. Traba que íbamos solventando con ahínco; los roces, los apoyos manuales; el aliento, en ocasiones cerquísima. Cómo me gustaba esa niña morena. Tan agusto nos lo estábamos pasando que el anochecer se nos iba a echar encima como no nos diéramos prisa. Ella fue la primera en posar los pies en el húmedo suelo. La seguí, nervioso, intranquilo, excitado, y qué se yo cuántas sensaciones juntas me inundaron.
Fuimos hacia la estatua, muy despacio, y era más grande de lo que nos pareciera desde el exterior. Estaba reluciente, como si la piedra que le daba forma tuviera poco tiempo. En Lula creció un halo especial en la cara; qué feliz se la veía al contemplarla de cerca. Ahora me gusta creer que le recordaba a alguien muy querido. Al situarnos frente a la estatua pude comprobar como la flor de la estatua parecía un regalo, ofrecido en aquel momento a Lula. Allí estuvimos no sé cuánto rato.
Al fin, recuperé el objeto que, y así creía yo en aquel momento, nos había llevado hasta aquel lugar. Mi compañera de asalto extendió su mano derecha con la intención de coger la rosa que le ofrecían. Y así quedóse un tanto extasiada largos minutos.
-Lula, Lula Vamonos ya. Se está haciendo de noche.
Hube de insistir varias veces antes de que ella reaccionara. Incluso hube de propinarle una última voz más fuerte que las demás. Por fin lo hizo, salió de la dimensión en la que se encontraba. Entonces ocurrió. La estatua me miró; sí, lo hizo. Escudriñó mi cara con una mirada dura y petrificada.
Una mirada con tintes de rabia. La misma que te pone un niño crecido al que arrebatas un juguete que aprecia más que a ningún otro.
- Volveré otro día, no me ha dado tiempo a ver casi nada.
- Yo no pienso saltar nunca más. - Contesté un tanto enfadado.
Esa noche soñé con la dichosa estatua por primera vez.
Mis visitas al jardín del Edén, como lo bautizó Lula, dejaron de ser tan asiduas. Me enteré por un amigo que ella se había acostumbrado a leer junto a la estatua. Decidí espiarla con sumo cuidado, para no enfadarla. En efecto, la encontré a los pocos días allí junto a la escultura, portando un pequeño libro, se me antojó de poemas, recitándolos en una voz medio alta. Los pocos que sabíamos esto no lo revelamos. Decíamos que tenía alma de artista y ya sabíamos que éstos suelen tener gustos y aficiones muy raros. El desencanto se me apoderaba a medida que pensaba en ella."Nunca se fijará en m¡". Por mi parte, jamás volé la cometa cerca de la mansión. No sentía el más mínimo interés en repetir la experiencia anterior. Yo era libre para andar por la vida. Y aún sin apreciarlo en su medida, la saboreaba y la seguía construyendo.
Llegó el invierno, y con él el frío. Los habitantes de la pequeña ciudad se refugian, de nuevo, cada cual en su casa. Del trabajo a ella, o de la escuela allí nuevamente. Esa era la labor cotidiana. Los vecinos apenas nos veíamos; en alguna rara ocasión, o en los recreos en los colegios, quizá. Pero con tanto frío, el deambular por la calle y los juegos a la intemperie desaparecieron. Sobre todo lo hizo Lula. Su madre enfermó, y ella debería de estar cuidándola constantemente. No podría salir a la calle apenas. La visité algún día para entretenerla e interesarme por la salud de su madre. Me confesaba de divertirse leyendo y escribiendo. Y también yendo a ver a "su" estatua, algún ratillo, cuando su padre estaba en casa. Debo reconocer que este detalle no era de mi agrado. Poco tardaría en llegar la primavera de nuevo y todo comenzaría otra vez.

3
Los días se clarearon a primeros de Mayo. Todas las gentes estaban realmente contentas por disfrutar del buen tiempo. Todos excepto Lula; su madre había fallecido durante el invierno. Ella y su padre se quedaron tristes y rotundamente solos. Eso parecía en una primera impresión. Pero Lula tenía "su" jardín y "su" estatua.
Durante el invierno y por medio de las escapadas que estuvo realizando se había establecido una relación especial entre ellos. La salud de Lula se había tornado delicada. Unos resfriados mal curados le habían dejado un principio de pulmonía. Incluso en primavera debía salir a pasear con bufanda. Y siempre que salía de su casa era para irse al jardín. Nunca se la veía entrar ni salir, causándome extrañeza esto, pues su enfermizo estado no le permitía demasiadas licencias físicas. Y la valla se las traía.
Me convertí en espía circunstancial, en parte llevado por la situación. Agazapado entre las ramas de las flores del jardín, al otro lado de la valla, obsérvela en ciertas ocasiones hablar con la estatua. Ya no le recitaba solamente.
Se reía y le contestaba. Me vi con ello en la obligación de decírselo a su padre.
- No te preocupes hijo, está un poco trastornada por la muerte de su madre. Ya se le pasará. Además no le hace daño a nadie.
Dejé de darle importancia a la actitud de Lula, para comprender que estaría atravesando una mala racha temporal. Así lo deseaba, en verdad.
Uno de los días en que la seguía disimuladamente y a sabiendas del sitio al que se dirigía, hecho que facilitaba mi tarea, me adelanté hasta el jardín para situarme justo en la esquina de enfrente, a la espera de su llegada y con la viva curiosidad de verla escalar la valla. Ella se acercó lentamente, con paso decidido; muy abrigada, como siempre. Al llegar a la altura de la entrada se paró justo a medio metro y como si alguien le hubiera avisado giró de pronto la cabeza y me pilló de pleno. La saludé con la mano en una postura más que ridícula, según me sentí. Me había pillado in fraganti delito de espía. Vino hacía mi posición con paso, esta vez, presuroso.
- Oye, si quieres que continuemos siendo amigos. Deja de espiarme.
Lo soltó con toda la seguridad del mundo y no tuve más remedio que acatar su decisión, agachando la cabeza.
Quién era yo para meterme en su vida; qué razón podría llevar para agobiar a una persona. ¿Habría hablado su padre con ella?. Estuve haciéndome estas preguntas todo el tiempo, mientras caminaba en dirección al jardín. Recuerdo marchar cabizbajo y con un enorme malestar en todo mi interior, incluso un ligero amargor en la boca del estómago. Llegué por fin a la valla donde pensé en recapacitar sobre mi forma de ser y plantearme los hechos sucedidos. Decidí observar la figura de piedra que había atraído la atención de la persona que me quitaba el pensamiento.
Fue tremendo el susto que me llevé; la estatua me miraba, tenía la cabeza girada y me contemplaba directamente a los ojos, con una mirada un tanto colérica. Salí corriendo sin parar hasta la casa de mis padres. Entré en mi habitación a tumbarme en la cama y taparme hasta el cuello. El amargor de barriga se convirtió en un profundo agarrón, que estuve un rato creyendo sería la inquietante estatua de mármol blanco la que me apretaba con su puño, con tal afán que podría ser un perro de presa.
No me acerqué nunca más, ni a Lula, ni a su padre, ni por supuesto al jardín del Edén. Aprendí una lección que me ha servido a lo largo de mi vida en alguna que otra coyuntura. No agobies a nadie. Aunque en mis fueros internos, me queda la vislumbre de haber tenido mala suerte en aquella vivencia e intervalo de tiempo. Dulce juventud.
4
Un buen día, al levantarme por la mañana, me enteré a través de mi familia que Lula y su padre se habían marchado del pueblo hacía varios días.
Fui a confirmarlo para mi tranquilidad hasta su casa. La gente llevaba razón. Los indicios me indicaban que allí no vivía ya nadie. Después me dirigí hasta el jardín dichoso, donde me encontré la puerta entornada. Y algo irresistible se adueñó de mí...
La abrí; entré muy decidido, llevado por mi intuición y continúe por el sendero que daba a una pequeña curva antes de encarar la entrada en la mansión del blanco vigilante... Y... La estatua... No estaba allí.
Sólo encontré el pedestal y una rosa de piedra, rota en el suelo.
Las especulaciones posteriores llevadas por la gente del pueblo no sirvieron de nada y con el tiempo todo el mundo se olvidó de la triple desaparición. Todos menos quien relata, ya que un travieso sueño me aborda en ocasiones acabando siempre con la misma ceremonia:
" ...Estoy asomado a la valla del jardín del Edén, cuando alguien me toca el hombro. Me vuelvo. Entonces veo a la maldita estatua que tiene cogida de la mano a mi antigua amada y me regala una sonrisa larga y pronunciada...".
Y de nuevo me despierto fuertemente sobresaltado.

1 comentario:

MANUELO dijo...

ESTE RELATO ESTÁ RELACIONADO CON MI NOVELA: HUIDA EN ZÀHGALO.