Recién inaugurada la
primavera en Valencia capital, 2013. Nuestro Sol pinta rayas blancas
entre la amalgama colorida, entresuelo del inmenso azul. No se avista aunque el mar
nos regale su aroma cercano.
Y yo me he quedado sin
butano.
Decido conducir mi automóvil y disfrutar del olor a nuevo que emana en su interior (apenas tiene 1000 kms) hasta la gasolinera más cercana. El maletero cargado con la bombona muerta. Parece que mi existencia va a ser recompensada con un buen día. Excelente mañana y sin jornada laboral de por medio, es sábado.
Decido conducir mi automóvil y disfrutar del olor a nuevo que emana en su interior (apenas tiene 1000 kms) hasta la gasolinera más cercana. El maletero cargado con la bombona muerta. Parece que mi existencia va a ser recompensada con un buen día. Excelente mañana y sin jornada laboral de por medio, es sábado.
Observo por la zona
de El Cabañal (Cabanyal), distrito valenciano de dimensiones considerables, en
casi todos los pasos de cebra (qué ocurrencia pobretona llamar así al paso de
peatones) se hallan criaturas, normalmente niñas, adornadas con el traje típico
fallero valenciano, o sin él, acompañadas de sus padres, la madre de seguro,
que ofrecen naranjas, a cambio de una dádiva, a los conductores que parábamos
ante el semáforo en rojo. A la tercera parada de la amplia avenida decido
aceptar la oferta que he rechazado dos veces debido a que dos niñillas angelicales
me regalan esa visual en la que te hacen sentir muy buena persona si atiendes,
y con el fin de no arriesgarme a una probable mirada Némesis y desencantadora.
Esto último es fantasía mía.
Son dos carriles
hermanados en la misma dirección. El de mi izquierda está completamente libre
cuando me detengo del todo para reclamarles su atención y animarlas a que se
acerquen hasta mí con un gesto visual y manual. La madre, una morenita de gran
belleza, accede.
Guárdate la naranja
prenda que ahora no tengo hambre, les digo.
Saco varias monedas para
repartirlas entre las dos. La primera, la que iba vestida de fallera, alarga la
mano y recibe por mi parte tres monedas de veinte céntimos y le pregunto:
“¿sabes cuánto hay ahí?” Como debí pillarla por desprevenida su gesto se
entristeció y para arreglarlo la conminé a que se marchara hacia su madre dando
por zanjada nuestra relación comercial. La madre la espera con los brazos
abiertos. La compañera, no sé si había vínculo familiar pero es muy probable,
otra niña de unos ocho años, me esperaba con la mano extendida dentro de mi
vehículo…
Se oye la bocina perturbadora de un coche que
se acerca a gran velocidad desde nuestra perspectiva. La madre, desde el otro
lado del carril en la acera, chilla desesperada. La miro con mi corazón
palpitando a doscientos por hora y la boca seca de golpe. Giro mis ojos para
ver a la chiquilla y el paso del conductor despistado que ya va frenando con la
sensación de que el día se va a transformar en el vestíbulo de un infierno y
que la madre pasará del chillido al llanto desconsolado y yo acabaré sirviendo
al maldito demonio que de vez en cuando me toca el hombro.
Pero no. La niña ante el
grito de la madre se quedó petrificada sobre la línea que divide los carriles y
sólo recibió un arañazo por parte del retrovisor del jodido coche que continuó
su marcha como si nada. Entonces la madre la recogió en brazos y al fin la puso
a salvo.
En décimas de segundo
agarré la muñeca de la otra niña y la sujeté con firmeza, mientras seguían
circulando más coches esta vez a velocidad moderada. Activé las luces de
emergencia de mi vehículo y le indiqué tanto verbal como mímicamente a la
segunda cría que saliera de la calzada rodeando mi coche muy pegada a la
carrocería y accediera a la acera de mi derecha donde el peligro era
inexistente. Fue muy obediente. Allí la abrazaron unas personas nada más
llegar.
El maldito color verde,
mi favorito, del semáforo se había encendido en el peor momento de todos. Y mi
estúpida pregunta casi mata a una niña.
Decido marcharme de allí
ya que todo está normalizado. Escucho a unas personas gritar: “¡PAYASO!”
Me lo adjudico. Detrás de mí un motorista, una mierda de moto por cierto, no
para de darme las luces para que lo dejara pasar. Al saber que con la segunda
niña sí que lo había hecho bien no me sentía despreciable del todo. “¡PAYASO!”
De modo que a unos doscientos metros del lugar del incidente pongo las luces de
emergencia de nuevo y paro en el carril del autobús para que el motorista de
las prisas me dijera payaso de nuevo y me explicara el porqué. Si por mi
hubiera sido le doy con la bombona de butano para probar el material. Aunque no
tuve ocasión, el tipo de las prisas se marchó en su estilo.
Una vez en la gasolinera
y a la espera de ser atendido me tomé una cerveza de mi marca favorita que me
sentó como si abrazaran mi espíritu.
Por el camino de vuelta,
por el otro lado de la avenida, cuando llegué a la altura del suceso, distinguí
a varias de las personas que me habían insultado y me detuve para aclararlo. Me
reconocieron. Les insté a que me explicaran aquello de payaso, ya que yo no me
sentía así. Para mi consuelo los insultos proferidos iban dirigidos al gilipollas
de la moto, ratificaron, y que me estaban agradecidos por la sangre fría
demostrada con la segunda niña. El consuelo que sentí fue enorme.
En los siguientes
segundos pasé de percibir que el susto de muerte había sido sustituido por un
susto de vida. Sí, ambas acepciones describen una situación que te hace pensar
en un posible fallo cardiaco, pero acordarnos de la muerte es despreciar la
vida. No debería ser así.
SUERTE.