miércoles, 28 de agosto de 2013

COMPARTIDORES DE PISO

Medianoche en Valencia capital. Estas cinco personas, Rafaela (austriaca), yo (sí, el de la cabeza más gorda, granadino), Alexia (italiana), Elena (italiana) y Jose (murciano) se acaban de conocer. Ellas tres por su lado comparten piso y nosotros dos por el nuestro también. La temperatura, con amenaza de tormenta incluida, es de una apacibilidad soñada. Jose y yo nos equivocamos de terraza con las consumiciones de la otra de al lado, de modo que nos dijeron amablemente que nos marcháramos, circunstancia que aprovechamos para sentarnos, pidiendo el consabido permiso, en las únicas sillas libres que distinguimos los dos, en la misma mesa que Rafaela y Alexia. Son estudiantes extranjeras aquí en España. Jose y yo somos dos trabajadores poco más que mileuristas en un mes flojo. Más adelante se incorporaría Elena. Debido a la diferencia de edad lo de ligar con ellas lo teníamos poco claro, sobre todo yo, de modo que nos dejamos de imbecilidades y procuramos que se rieran y practicaran el español profundo, el cordial de la calle. Conseguido.
Nos divertimos escribiendo una creación literaria que a veces podría considerarse un poema. Una persona escribe una frase, la siguiente otra, y así sucesivamente hasta que todos los presentes lo culminan. Luego se le busca un título y se guarda como recuerdo. 
Esto fue: 
Sobre los verdes campos (Yo)
Me encantan las verduras verdes (Rafaela)
Y la tranquilidad que hay en este lugar (Alexia)
Cuando estoy junto a ti (Jose)
Disfrutar la vida (tituló Elena)
Desde luego como poema es una calamidad pero como confraternización la situación fue estupenda.
Al despedirnos, con gran besuqueo, prometí incluirlas en este blog para poder tener un lazo común y un recuerdo de esa velada.
Y con la promesa de que haríamos algún comentario, abajo.

martes, 13 de agosto de 2013

UN PLATICO DE HAMBRE Y JAMÓN

Primeros de los años 60 del siglo XX. Manuel prepara un nuevo día de trabajo que le conducirá durante toda la jornada a la estación del tren de Almazán, provincia de Soria. Él trabaja como titular allí de la empresa nacional de ferrocarriles: la RENFE, al igual que su padre, su abuelo y todos sus hermanos, y algún primo. Esparcidos por el resto de España. Su recién formada familia, ignorante a morir y joven a resucitar, duerme.
         Se levanta al sonido de un despertador de campanilla, con un ruido pesado e hilarante, para acto seguido enchufar la radio. Su emisora favorita le valdrá como ánimo para afrontar los primeros albores del día; Onda Pirenaica, cadena que emitía constantes mensajes en contra de la dictadura vigente, la del General Franco. Los punzantes discursos de Dolores Ibarruri, "La Pasionaria", le alegraban lo más interno de su alma. Corría el año de 1962 en España. Esos cantos de esperanza procedentes de la zona roja de Europa eran reconfortantes para su futuro. En algún momento de los próximos años tendrá que acabar la dictadura, pensaba... como la inmensa mayoría de los ciudadanos, casi en extremo pobres y desilusionados.
         Recién casado con una guapa moza, morena y de ojos grandes, andaluza al igual que él. Son de un pueblecito situado en la falda de Sierra Nevada, uno de los pueblos más antiguos de Europa; Guadix, de Granada.
         Allí se conocieron, y allí decidieron casarse un año antes, como su edad y su ámbito social lo requería. Eran muy jóvenes pero en edad casadera de sobra, 25 y 23 años. Ahora, y debido al desarraigo que el ferrocarril regala a la inmensa mayoría de sus trabajadores que empiezan, vivían temporalmente en Almazán.
         Manuel tendría el tiempo justo de calentarse un cafelillo bien cargado, antes de agarrar su vieja bicicleta. Con ella, el camino se le acortaría en unas cuantos preciosos minutos; los cuales, aprovechaba al amparo de las blancas sábanas, y el cariñoso abrazo de su mujer.
         Una pequeña canastilla de mimbre trenzado, con una mano de tinte rojizo, le valdría para transportar su almuerzo; con seguridad, las sobras de la cena anterior. Alimentos que él mismo habría propiciado, en un intento por contribuir a la economía familiar. Su mujer y cuñada, a la que dan cobijo, apenas si querían nunca tocar nada de la cena, para que sobrara la mayor cantidad de comida posible. Pensaban que el hombre de la casa y el hombre que tenía que salir a trabajar se lo merecía y necesitaba. Eso nunca estaba claro. Pues por su parte, Manuel opinaba que no necesita alimento tanto como su mujer. Ella debe amamantar a Manolito; su hijo recién nacido, dos meses atrás. Soledad, la hermana de Carmen, de unos trece años, también morena y muy delgada, tanto por unos como por otros, procuraba no comer nada más que lo imprescindible. O sea, casi nada.    
         Así que, entre unas cosas y otras, más de una vez se les estropeó alguna sobra de algún filete de carne en salsa o algún que otro huevo fritillo. Y por no mencionar algún vaso de leche con café.
Llegó la hora de marcharse. Antes, ojeó la cuna de Manolito. Se acercó hasta la cama de matrimonio y le propinó un beso en la cara a su mujer. Luego la arropó. Por fin partió; como única compañía la del gélido viento otoñal azotándole la cara. Veía pasar ante sus ojos los firmes pinos a ambos lados del empedrado camino, fieles compañeros guardianes. En la cabeza un único pensamiento: acabar la jornada cuanto antes para regresar.                
"No me extrañaría que los lobos bajaran aquí con bufanda, hostias”
         Un par de horas después, Carmen ya se levanta dispuesta a realizar su papel de ama de casa Novata en tales menesteres, aunque no se le caerían los anillos por llevar una casa adelante. Nacida en el seno de una familia numerosa, de seis hermanos, siempre, desde muy jovencita, le había tocado ayudar en tales menesteres a su madre Primitiva; "Mama", para todos. Lo tuvo que hacer hasta tal punto que la crianza de alguna de sus hermanas había recaído sobre ella, casi al completo. Entre ellas Soledad.
         Hecho que se agravó al fallecer, en un desgraciado accidente, su hermano Antonio; el primogénito de la familia. Dejándola a ella, con todos los honores, de hermana mayor.
         Los miembros de la familia Huertas Romero descendían de gentes del campo. Propietarios de alguna fanega de tierra, por allí, dentro de la vega de Guadix-Baza, de raza fuerte y con energía en la sangre. Todas las hermanas, las cinco, se parecían físicamente; con una mezcolanza de su madre Mama, y de su padre Antonio. Casado en segundas nupcias con Primitiva. Hombre rudo, silencioso, pero muy trabajador.
         Carmen mezclaba en los entresijos de su consciente la felicidad por la reciente boda y la amargura por la miseria en la que estaban viviendo. No era motivo de susto fuerte para ella. La pobreza formaba parte de la familia Huertas, desde siempre. Pero, en Guadix sus padres eran regentes, por esos tiempos, de una fonda, tanto para personas como animales. Esos ingresos y los productos manufacturados que sacaban de su campo hacían que nunca faltara la mesa puesta a sus horas. Nada de manjares, pero sí un plato caliente. Y cuanto menos, una buena panzada de los productos de matanza gracias al sacrificio de tres o cuatro marranos.
         Fiesta que ellos practicaban religiosamente todos los años.
         Tanto Carmen como Soledad y el propio Manuel son conscientes de que esa situación es pasajera. Algún día, no muy lejano, esperaban volver al pueblo, donde con el sueldo fijo de la RENFE no tendrían problema en ir consiguiendo comodidades en sus vidas.
         Ahora, deberían de aguantar el tirón como fuere. Motivo por el que Soledad los había acompañado, que Carmen y el revoltoso Manolito no se sintieran solos más de lo necesario. Amén de aliviar carga en Guadix.
           Carmen se acercó hasta la pequeña cama de soledad. Quería preguntarle si deseaba beberse un vaso de leche caliente. Ella no estaba. Por desgracia empalmaba diarrea tras diarrea, debido a problemas estomacales. Carmen imaginó que estaría en el pequeño corralillo de la parte de atrás de su pequeña casa. Ésta era de una única planta, con dos habitaciones y una suscinta cocina aparte. Si hubiera estado en lo alto de un edificio de una capital sería una buhardilla.
         Una vez con la certeza de que su hermana hacía lo que se había imaginado, Carmen se sacó la teta derecha. Antes metió las manos en la cuna de su hijo para cogerlo y sentárselo en sus muslos.
        Renqueando, Manolito ya mamaba y mamaba; el mamón.
        Hoy pretende ser un buen día para las hermanas Romero. Una vecina del lugar las había invitado, el día anterior, a una merienda en su casa.
El cielo despierta grisáceo. Soledad ayuda a Carmen en las labores domésticas, cuando recuerdan el detalle tan colosal que les había ofrecido la señorica María; esposa de Macario, compañero de Manuel.
         "Qué bien, Sole", allí siempre tiene cosas mú buenas pá comer. Hoy nos hinchamos, si Dios quiere". "Qué alegría... Carmen.... ahora, que como me de la cagalera allí... ya verás tú...je,je,ja...". Se replican la una a la otra. "Yo estoy por no comer ná al mediodía y tó"; "Yo, tampoco... mira ésta". "Pues nos hacemos una sopa de sobre y ya está", dice la mayor.
         La verdad, es que la ilusión de la invitación les va creciendo a lo largo de su andadura diurna. María les dijo que no se pasaran muy tarde, que enseguida anochecía.
         María se había percatado de la extrema delgadez de las dos jóvenes, recién llegadas, vecinas andaluzas. Y sin comprender por qué un casorio tan temprano y llevado directamente a penalidades, se le llenaba el alma de pena cada vez que las miraba a la cara. Las costumbres de esa zona y de las que procedía la familia Martínez Huertas eran muy diferentes; distintos climas, distintos conceptos de la vida, familias de diferentes componentes. En Andalucía primaban las numerosas; lo normal era tener siete u ocho componentes. En Soria eso no era tan normal y evidente.
         El caso, fue que María acababa de adquirir un par de jamones y un lote de quesos, y se ofreció a obsequiarles a todos los integrantes de la familia, para una exquisita merienda. Un buen plato de jamón; otro igual, de queso, y un enorme trozo de pan de pueblo; ¡ah! y un tomatito rajado, con sal. Y para terminar un sabroso café, recién hecho.
Un buen ágape les esperaría a media tarde.
         "Carmela, venid todos, ¡eh! Al niño ya le haremos algo para que nos acompañe", insistía María. "No se preocupe Vd. señora, que le da un taco de jamón y ya lo chupa él", le replicaba Sole, con su espontáneo salero granadino.
         Una vez concluidas las labores de la casa, Carmen y Sole, quieren aprovechar la salida hasta la tienda de alimentos, para recrearse con un primoroso paseo. El río Duero es una buena opción. Allí, los pescadores llenan sus cestas con los salmones que remontan sus frías aguas. Desde sus bordes, las dos hermanas fantasean con los recuerdos del río de su pueblo; el río Verde, afluente del Genil, en la vega granadina. Una nimiez en comparación con el Duero.
         Ahora, que por otra parte, es un gran consuelo pensar que las riadas del río Verde, aun siendo muy desastrosas, no serían nada comparadas con alguna del Duero. Eso ellas lo saben muy bien. Saben de riadas.
         Los pescadores les brindan algún esporádico piropo a su paso, hecho reconfortante. La delgadez les vale para agrandar la innata belleza de sus caras. Es época de lluvias y las aguas bajan plenas en su capacidad. Un pescador saca, entonces, una trucha de un par de kilos. ¡Qué rico debía de estar después de un par de vueltas en la sartén!
         Este detalle recuerda a Carmen la necesidad de amamantar a su raleoso hijo. Y al igual que en otros tantos momentos, Manolito no admite el pecho, el muy vándalo. Ello acarrea a Carmen un sufrimiento añadido. Su primer hijo no comía. El hecho de sentirse culpable por otro problema contribuye a que ninguna de las dos ingiriera nada. Una nueva preocupación que barre todas las anteriores. La salud de su, de momento, único hijo la apabulla. Y nota una falta en su menstruación. ¡Ah, el amor!
         Si el destino había dictado la llegada de un nuevo bebé, debería de cuidar al máximo el que ya había engendrado. Una carga más va a ser demasiado para la familia. "Manolito, espabila".
         El dichoso reloj marca las cinco de la tarde. El inocente crío no se alimenta con ninguna de las soluciones tomadas por las hermanas. Solamente cabe una que hará feliz a la mayoría. Desplazarse hasta la casa de la señorica María y esperar que el destino, con su eje caprichoso, entre medias, deje que Manolito admita algún tipo de alimento animado al ver comer a las mujeres que tanto cuidan por él.
         Carmen no es partidaria de dar el pecho en público. Pero si fuera así el mejor remedio a tan catastrófica situación bienvenido sea.
         Se atavían ambas con sus mejores atuendos; únicos y muy limpios, muy blanquitas por dónde se les mire.
         Lo primero que pregunta la señorica María es por la ausencia de Manuel. Él les cae en gracia al desusado matrimonio.
         La verdadera disculpa ante la falta del joven marido se la explican sin tapujos. Esa tarde, improvisadamente, debe de echar un doble a uno de los compañeros de trabajo. Ello hará que continuara cuatro horas más de su jornada normal; una práctica habitual y constante.
         "No os dé vergüenza, pasad y acomodaros donde os guste".
         Mensaje que contribuye a la calma y felicidad por parte de las dos mujeres. Entraron y se aposentaron lo más cerca la una de la otra.
         Sole debe apañarse la falda para no enseñar sus braguitas.
         Las tres vecinas entablan una conversación dicharachera. La ingente cantidad de preguntas con las que bombardea María a sus visitantes hace que ellas den un repaso a sus vidas, y a la trayectoria de los últimos meses. Pero unos providenciales llantos de Manolito las libran del afligido relato.
        Las nubes otoñales, procedentes del Moncayo, provocan que comience a anochecer antes de lo previsto. Así que, María no tarda en sacar varios platos de aquel meditado festín.
         Los ojos que se le pusieron a Soledad nada más ver el enorme plato de jamón bien podrían representar el encanto de la esperanza. O sea, ...ojos como platos... de jamón, en este caso. Carmen hasta llega a lanzar un estruendoso suspiro. María pregunta el motivo de éste y es contestada con los agobios de una vida muy ajetreada.
         "Muy bien....ya, ya...".
         Al ratillo, ya ha puesto la señorica María varios platos sobre la mesa camilla. Digno hubiera sido pintar un bodegón con aquellas expectativas.
         Para Carmen y Soledad el paisaje que contemplan sus ojos no tiene parangón. El jamón cantaba. El queso acompañaba. Y el hambre...  ¡ah!, el hambre... eso... ¡pinchaba!
         María les concede permiso para comer cuánto se les antoje.
         La pena va a ser no poder compartir el banquete con su su marido y cuñado. Él tiene que trabajar hasta el límite de lo permitido.
         Ojala pudiera compartir con todos esta ocasión. Con seguridad, no hubiera cogido un taco hasta verlas a ellas bien hinchadas.
         Carmen lo sabe. Lo presiente. Soledad, también lo intuye. Las dos dejan de masticar a la vez. Sus respectivas almas no se lo permiten.
         Manolito tiene la feliz idea de llorar con desparpajo. Al parecer, él llega a oler el jamón y lo pone nervioso.  "¡Dios mío!, haz un milagro... y que mi marío venga ahora mismo",  medio reza Carmen.
        Suena un estruendoso trueno, y después otro. Luego una sacudida de luz. Y por último el sorpresivo apagón. Y más tarde... el pensamiento de la novata esposa... "pues... si él no ha podido venir a comer jamón... ¡yo se lo llevo!" Acto seguido, agarra dos tacos y se los mete entre los pechos.
        Soledad se acuerda de su cuñado si es que, alguna vez hubo dejado de pensar en él y coge otros dos tacos para introducirlos directos entre la comisura de sus tetillas.
        Con un gran disimulo ambas llenan sus bocas con otros dos tacos.
         Manolito llora, todavía con más fuerza, atrayendo la atención de la señorica María que sin dilación corre a atender a tan díscola criatura.
        Las hermanas Huertas repiten hazaña y otros cuantos tacos de jamón para el morral; o sea, al interior de sus vestimentas.
         Atenazadas de nervios por lo sucedido deciden calmar los ánimos.
         En eso, exclama María: "Si estuvieran los hombres aquí, lo solucionarían". Frase que lleva a las dos a agenciarse otros cuatro tacos de jamón, como bien pudieron esconder.
         Manolito parece calmarse. Los dos segundos que tarda su madre en abrazarlo contribuyen a ello. Soledad no pierde tiempo y esconde otros cuatro tacos de jamón, allí mismo, en la comisura de sus bragas.
         El miedo a la oscuridad hace que todos queden inmovilizados, al fin.
         Una hora había durado el apagón eléctrico. Con el retorno del fluido decidieron terminar la reunión. El plato contenía varios tacos más, diríase haberse reproducido. María propuso: "Carmela, llevároslo para tu marido y le dais un beso de mi parte". Las hermanas se miraron fijamente.
         Carmen y Soledad se marcharon muy agradecidas.
         Manolito les escanció unas risas a todos.
         Al día siguiente, Manuel vio los tacos de jamón en la canastilla para su almuerzo. Como siempre, los sacó y reposó en la encimera de la cocina.
         Su pensamiento al irse no varió:
         "Y estas mujeres... que no quieren comer nunca... ¡Ay!"