Ya han pasado cuatro meses
desde su primer beso, y con cada nuevo sus corazones regurgitan sangre a
raudales cuya prueba la delatan sus mejillas. Viajan por una autopista roja a
gran velocidad.
Dos adolescentes, ¿enamorados?
Sexualmente sólo se han provocado unos calentones tan impactantes como para
manchar la ropa interior con la ilusionante alegría que a la próxima se verán
aumentados.
¿Eres virgen?, inquiría
él; ¿y tú?, replicaba ella. El chico recibe la contestación, una y otra vez,
con la sensación de un reproche. ¿No te fías de mi palabra?, insistía ella. Si
no lo dudo pero me encanta oírla, es que… las novias de mis amigos todas eran
vírgenes. Entonces ella dirige la mirada a los cielos y luego le zarandea el
flequillo.
El gran día se acerca, es
el amanecer en una noche de conducción.
Hicieron el amor muy
unidos, torpes, dulces, extraños, cómplices, ansiosos, impactados, silenciosos,
quejumbrosos, forzados, en el sofá de un amigo íntimo.
A las nueve y media de la
noche caminan de la mano hacia la vivienda de ella con el silencio como
protagonista.
Al fin pregunta él: ¿has
sangrado? Sí, claro. Más silencio. ¿Seguro? ¿Acaso no te fías de mi palabra?
Y esa duda perduró durante toda la
relación, finiquitada cuando apareció otro muchacho algo más mayor en sus
vidas.