Se hicieron novios justo al final de la
adolescencia. Él era la segunda vez que iba a hacer el amor (aunque siempre
reconoció que aquélla otra sólo había sido un puntazo. Es decir, una mínima penetración, de pie, y en algún
rincón oscuro con una muchacha cinco años mayor cuando cumplió los quince
añitos). Según ella sería su primera vez. Y ocurrió en un local deshabitado,
desvencijado y totalmente abandonado situado muy cerquita de la rotonda de Los
Anzuelos a un lateral del que sería el nuevo hospital Politécnico y
Universitario La Fe de Valencia años más tarde.
“Quieres ver la sangre que me ha salido”,
“no hace falta”
Ambos residían en el barrio de La Fonteta. Lugar que les vio nacer.
Conocidos de toda la vida, el ardor pasional que sus respectivas hormonas les
provocaron los llevó a hacerse más que amigos y a esporádicos encuentros
sexuales donde el calentón que daban a sus cuerpos era tal que se avecinaba el
gran acto de amor. La unión en armonía. El noviazgo. El coito. “¿De verdad esa
es la prueba de amor que necesitas?, si ya sabes que te quiero mucho”, “teta,
yo sólo quiero estar seguro y esa es la mejor forma”, “bueno, la semana que
viene lo veremos”, “eso mismo dijiste la ultima vez”, “¡pues te esperas!”
El gran día les pareció el más
emocionante de toda su vida. El planeta amaneció con más colores de los
habituales. Por fin se haría un hombre del todo y dejaría de ser un niñato. Hallaron el rincón que él hubo
limpiado el día antes. Al atardecer consumarían el acto, sobre unos cartones y
apenas sin desnudarse. La penetración fue un desastre. Él eyaculó en un par de
minutos.
Las dos próximas semanas repitieron la
hazaña en otra ocasión. Comenzaron a disfrutar del sexo aún con la torpeza
habitual de su edad. Empezaron a pasearse de la mano, aunque escondiéndose de
los amigos.
Entonces ocurrió. “No me baja la regla;
nano, es una mierda”, “vamos a esperar un poco”. Pasaron otras dos semanas sin
practicar sexo, sólo besos. Ella estaba muy asustada. Tenía miedo de sus
familiares. La palabra puta resonaba en su mente como ese dolor de cabeza
traicionero que no te deja dormir. No tenían trabajo, los estudios no eran lo
suyo. Iban a ser padres con apenas dieciocho años. El pánico invadió sus huesos
como artritis recalcitrante. El miedo como parálisis cerebral. La incertidumbre
les hacía resoplar.
Un mes después, confirmado el embarazo,
una vecina enfermera de La Fe antigua les concertó cita con el psicólogo del
hospital para tantear las posibilidades. Allí conocieron a otra joven que había
abortado un par de años atrás. Ésa iba a ser una salida. El fruto engendrado en
su acto sexual podría esperar. Más adelante con la situación social, laboral y
familiar bien mejorada lo volverían a intentar de nuevo. Ese fue su consuelo.
Ese sería su estigma.
Clara sufrió una intervención leve para
desalojar el feto de su organismo. De su ser. De su vida. Un bofetón a la vida
diría algún creacionista. Una decisión de vida expondría algún evolucionista.
Para los ultracatólicos un asesinato. Para un ateo una opción mejorada de una
probable vida frustrada y mal avenida. Para ellos dos: “hemos sido unos
cobardes”.
Quizá debieron contar la verdad a sus
adultos y que decidan ellos.
A la salida de la clínica abortista, que
fue gratuita por ser ella menor de edad, él la esperaba con cierta
tranquilidad. El problema había desaparecido. Josito descubrió que hacer el
amor, follar, o como quiera que lo llamen es algo más que una machada y que
exige una enorme responsabilidad. Los cuerpos se hacen promesas sin el permiso de
la mente. Ahora debía seguir con ella hasta la consecución de una bonita
historia de amor. Algo le conminaba a actuar con ternura. La abrazó e intentó
besarla. “No me toques”
El secreto no podía continuar. Ya se sabe
que contarlo alivia el alma y algún que otro pesar. De modo que se lo contaron
a su mejor amigo y amiga respectivamente. Les dieron la razón y un gran
consuelo de paso. Y con respecto a volver a acostarse, nada de nada. Ni el más
mínimo indicio de sexo por parte de ella en días. Pero, ay, las dichosas
hormonas, tan guerreras ellas, no los dejaban respirar con tranquilidad. Un día
en el cine los besos se convirtieron en tocamientos y éstos en orgasmo. Se
acostaron a las tres semanas en casa del amigo aprovechando la ausencia de sus
padres. Eso sí, con la lección bien aprendida de la psicóloga. Hay que utilizar
el preservativo siempre que no se pretenda la fertilización. “Sí, doctora, no
se preocupe”, dijo él. “No es mi problema, sois vosotros los que deberíais
tener mucho cuidado”
Clara y Josito vivieron un noviazgo muy
aciago. Comenzaron a discutir poco antes de cumplir los seis meses desde el
aborto. Los celos, siempre queriendo meter baza en los temas del amor. Los
celos, incompatibles con una relación moderna y abierta. Los celos, acompañados
de los reproches continuos. Las discusiones que llevan a un silencio atroz.
¿Hacer el amor con alguien al que le has enumerado todos sus defectos para
ganar una discusión tras otra? Mal remedio. Imagínenselo, es fácil.
A la par, observaban como sus allegados
trataban a sus parejas con complicidad. No como ellos. Y, por fin, el sexo dejó
de ser el pegamento que los unía. Ya no sentían nada. Se corrían como autómatas. Y al terminar el acto sexual no tenían nada
de lo que hablar ni discutir. Dejaron de salir juntos un par de veces para
intentar una nueva reconciliación. Intento fallido.
Un año y medio después de hacer el amor
por primera vez se despidieron de su noviazgo al fracasar en la tercera
tentativa de reconciliación.
“Ojala hubiera salido bien, Clara”, “no
puede ser, han pasado muchas cosas ya, Josito; cuando estoy contigo no soy yo”.
Adiós… adiós.
Veinte años después. La Fe nueva lleva
pocos meses inaugurada. Son las fiestas del pueblo de la Fonteta de San Luis.
El destino, tan juguetón, va a propiciar un reencuentro. No lo puede evitar, le
gusta experimentar con los humanos. Y a nosotros, que tanto nos gusta fantasear
con él, nos encanta.
Dos solteros alrededor de los cuarenta
años cumplidos coinciden al visitar a sus respectivos padres. Siempre han
sabido el uno del otro y, además, en los últimos tiempos no es la primera vez
que se ven en persona aunque siempre tenían una pareja que comprometía una
conversación nostálgica.
Las miradas son dulces, cálidas,
profundas y acompañadas de una sonrisa sin enseñar los dientes. Dos besos
apegados establecen el contacto. Clara y Josito se van a dar otra oportunidad.
Le van a otorgar esa oportunidad al amor. Ahora son adultos, los dos tenían más
que sopesada esa opción. Los padres casamenteros se encargaron de dejarles bien
claro la soltería del otro.
Todo lo concibieron con demasiadas
prisas. Ella se trasladó al piso de él a los dos días de hacer el amor en su
coche esa misma, primera, noche.
No podían perder el tiempo. Buscar el
embarazo. Qué magnífica idea. Sí, claro. Un hijo les uniría para siempre e iba
a ser muy bien recibido y querido. Si el amor fracasa nunca lo haría la
paternidad.
Reconstruir lo derruido. El ave Fénix que
vuelve de sus cenizas.
Cinco semanas tardó la dicha. Ella estaba
de nuevo embarazada de él. “Voy a ser madre, ahora sé por qué he estado
esperando”, “yo también lo sé ahora, cielo”. ¿Era una ilusión infundada? Qué
más da. Ambos resumieron sus vidas y olvidaron los años pasados alejados el uno
del otro como una mala comida. Ahora, sí, van a ser valientes. No como aquella
vez.
Informaron a sus más allegados e incluso
a desconocidos con los que se topaban en cualquier lugar. Derrocharon pasión en
la cama. Sin prejuicios, sin miedos, sin prisas.
Un día despejado propuso él: “demos un paseo
por las cercanías donde me dijiste que te desvirgué, ¿te parece?”, “no sé,
nunca he vuelto por allí”, “yo sí, una vez hace tiempo”. Buscaron el alivio al
retornar a un lugar donde les hubiera resultado imposible profanar sin este
nuevo embarazo.
Un mal paso. Se le cataloga después de
haberlo dado. Antes siempre todos los pasos son buenos ya que los malos nos
traicionan, no los esperamos, no los vislumbramos nunca. Aún sin ser temerarios
no somos inmunes a tropezar en la vida, hasta en las acciones que tratamos con
pulcritud.
Entonces deciden asomarse por una ventana
sin cristales para recordar cogidos de la mano donde hicieron el amor por
primera vez. Un mal paso. Clara pisa una tapa rota, cubierta de hierbas que la
ocultaban, de una vieja arqueta telefónica situada en la acera que da al
interior de ese añejo edifico. Clara sufre un golpe brusco y seco entre sus
glúteos. Josito la ayuda a levantarse. Encuentran descanso en la repisa de la
estación de ADIF cercana.
Ella nota el calorcillo de la sangre en su
entrepierna. La mejor opción es dirigirse a urgencias del hospital La Fe nueva para
que la examinen.
El feto se ha desprendido escucha él, con
lágrimas resbalando por sus mejillas. Es el médico de urgencias que los
atendió. Hay que ingresarla para practicarle un legrado. Otra vez. El pasado
vuelve como un tsunami emocional.
“En aquella ocasión estaba vivo”,
detallaría ella postrada en la cama dos días después. “No sé por qué te hice
caso en ir a ese maldito sitio”, insistió.
Seis
meses más adelante se separaron definitivamente.