martes, 2 de agosto de 2016

ESPERANDO UN RESPIRO

1
            Es un viernes cualquiera de un otoño corriente. El edificio de la Torre de Madrid se alza majestuoso, como siempre, vigilando su calle: la Gran Vía. El bullicio en la entrada es ingente. La Plaza de España se prepara para las muchas citas que va a recoger. Hay una multitud casi abrumadora de personas por todas esas sendas cercanas de asfalto y adoquines. Es la capital preparándose para la "marcha". El vestíbulo de la Torre, un pie para 37 plantas, es un ajetreado vaivén de trabajadores que lo abandonan; alternándose los visitantes que ya llegan, con la ilusión de la cita. El paso presuroso delataría nuevamente las reuniones que cada cual tiene en compromiso. Los cuatro ascensores trabajan constantemente en baile, sinuoso, y una burla de luces que van indicando la posición de cada uno de ellos. El viaje hasta arriba es dilatado. La antigüedad de estos trastos mecánicos contribuye a ello. Y así lo sabía Amparo. En buena cantidad de ocasiones los había utilizado. Es una persona que viaja a menudo y ese detalle le lleva a subir a las oficinas de IBERIA para obtener los billetes que necesita para sus desplazamientos. Pero en esta ocasión subirá hasta el final, no obstante su cita es en la terraza, sita en la última planta. Ha quedado con uno de sus jefes, con el que mantiene una relación de varios años; como amantes esporádicos. Él está casado y eligen sitios dentro de la popularidad pública pero con la suficiente discreción para sus personas más conocidas. Y la esquiva de algunos cotillas. Ella es una buena secretaría, soltera y cuarentona. Está de muy buen ver diría alguien.
            "A ver si le gusta el modelo que me he comprado. Ya sabrá que lo he metido en los gastos fluctuantes. Bueno es igual, lo hecho… hecho está". Piensa Amparo mientras sigue a la espera de la llegada de uno de los cacharros voladores. Estos se movían en un recorrido corto desde hacía un buen rato entre las oficinas intermedias. Viste Amparo un conjunto de falda y chaqueta a juego, estrecho y de color rojo, de parecido tinte al de su peinado. "Quizás me lleve a tomar una copa al JOY antes de ir al hotel, porque hoy me apetece, o quizá me regale uno de esos teléfonos móviles que tanto le están gustando a la gente". Ella sola se ameniza la espera.
            En ese momento se le acerca alguien por detrás. Se gira. Observa a un metro una persona de aspecto monumental. Es Antonia y disfruta de un cuerpo soberbio. 
            Antonia tenía pensado bajarse con su cliente a una de las habitaciones del hotel cercano. Le pensaba cobrar cien mil pesetas por atenderlo toda la noche. Había quedado a las ocho en punto. Los pantalones ceñidos negros, con una chaquetilla roja ajustada y la melena morena suelta al viento la sitúan como una mujer que podría ser deseada por cualquier hombre, o mujer quizá, en cualquier momento. Desde luego. Una moza perfecta para un papel secundario en la película Show Girl.
            Por la puerta accede nuestra tercera protagonista. Susana, de unos veinte años; poco más o menos. En los bancos junto a las estatuas de D. Quijote y Sancho Panza había quedado con varios de sus amigos y amigas. No recordaba con exactitud la hora de su cita. Está un poco colocada. Es habitual consumidora de hachís desde hace un par de años. Con sus amigos pensaba ir a dar una vuelta por la zona céntrica de baretos en Malasaña, a menos de diez minutos de allí. Al marcar el reloj de la Torre las ocho y comprobar que por allí no aparecía ninguno de sus amigos se dio cuenta de que se hallaba nadando sobre un estúpido error. Se había equivocado de hora. Sus compañeros de estudios deberían llegar más tarde.
            "Vaya marrón y ahora que hago. Tronko, no veas, ¿¡No!?" Le falta todavía una hora para su cita. Empezó a cavilar, lo poco que su estado le permitía. "¡Ya sé!, voy a subir a lo alto de la Torre y observo  Madrid un rato, que hace mucho que no lo hago". "¡Cómo mola! Con todas las luces que debe haber". Fue lo primero que se la pasó por la cabeza, a la muchacha. Cuando llega a la altura del ascensor, les dice a las mujeres que allí estaban aguardándolo:
- Oye tronkas, ¿Me dais fuego, o qué? – Espeta mientras mira con más fijeza a Amparo.
- No tengo, señorita… chica. ¿No pensará fumar adentro? - Contesta la aludida, algo ofendida.
- Me lo voy a fumar aquí de una calada sólo. ¡No te jode! ¿Tienes tú? - Le dijo entonces a Antonia, propinándole una intensa mirada escudriñadora; de arriba a abajo.                  - Sí toma, pero luego lo apagas, ¿sí o no?
- Vaya país de reprimidas. Bueno, venga.
Finalizó la fumadora con un brillo colorado en sus ojos.
            El ascensor bajó. Se abrieron las puertas y apareció una señora mayor, gorda y todo sudorosa y con un enfado tremendo:
- ¿Quién ha sido la guapa que ha llamado al ascensor?, ¿¡Eh!, Eh!? No me ha dado tiempo a apretar el dichoso botón. Si yo iba para arriba. ¿¡Eh, Eh!?  Este es el ascensor más lento del mundo. ¡Mecagoensupadre!
Se paró, balbuceó, resopló y refunfuñó durante unos segundos.
            Pasaron las tres dentro del ascensor. Susana soltó una gran carcajada. Antonia pulsó el mando del último piso y Amparo piensa: "Vaya viajecito, y encima van todas hasta el final", viendo que nadie pulsa ningún botón más de la botonera.
            En efecto tenía razón la señora gorda. El ascensor subía lentísimo. Un parpadeo constante de la luz del techo indica que algo no funciona todo lo bien que debería, para colmo. El aire acondicionado seguía el mismo ritmo. Un TOSHIBA antiguo que ya tendría que haber sido reparado en alguna ocasión. Un pobre aparato que parecía sufrir una condena más eterna que la de Sísifo, arriba y abajo, arriba y abajo, y que expresaba, con los intermitentes estertores de aire frío que expulsaba, que no moriría tan fácil sin luchar hasta el final. Todas comprendieron al momento el enfado de la señora gorda, disculpándola en buena medida. Iban a pasar mucho calor, sin duda.
            Antonia se quita la chaqueta al primer síntoma de agobio. Iba muy maquillada y si  comenzaba a sudar, aunque fuera un poquito, se le estropearía toda la cara. Dejó ver su esplendoroso pecho, realzado por uno de esos sostenes sexys.
Amparo no puede evitar pensar:
            "Vaya tetas. Qué envidia. Mira que las tiene empinadas la tía. Seguro que las tiene operadas. Claro, ¡si no de qué! Ya con su edad las tendría caídas. A mí en esto no me pueden engañar. Si no fuera por el miedo que me da, yo también me hubiera operado hace tiempo. Pero desde lo que le pasó a aquella muchacha no me fío..."
            Se miran las cuatro, las unas a las otras. El calor empieza a ser insoportable.
            "Y la niña esta no hace más que fumar. Cualquiera le dice algo, es capaz de hacer alguna locura. Mira que ojos lleva. Parece un sapo". Sigue Amparo con sus pensamientos.
            A Susana se le empieza a cambiar la cara. Entre el calor y el colocón que lleva el mareo va a ser inminente. "Hay que mala me estoy poniendo creo que voy a devolver. No veas como suda la tía gorda ésta". 
            El ascensor hizo un movimiento muy brusco y arrancó otra vez, con el parpadeo cada vez más pronunciado. Todas se balancearon y entrechocaron. "Mira el vejestorio este como me mira. Se cree que no me doy cuenta. Se estará muriendo de envidia. Seguro que va a algún sitio a ponerle los cuernos al marido. Yo para estas cosas tengo mucho ojo. Claro se cepillará a otro vejestorio y la tendrá como una marquesa. Yo en cambio tengo que atenderlos a todos. Qué suerte tienen algunas" 
Esto es de Antonia.
            La señora gorda estaba a punto de reventar de calor. No podía articular palabra aunque quisiera: "Éstas no tienen problema. Están delgadas. Harán gimnasia y deportes de esos raros que ahora les ha dado por practicar. Si tuvieran que atender un marido y cuatro hijos ya veríamos el deporte que harían. Y esta que pinta puta tiene. Será de las caras. No tiene nunca que fregar ni nada. En la tele he visto que viven bien. Se van con los que quieren, les cobran y luego los echan. Estas han entendido bien la vida. Y la otra, ya se le está cayendo el "rímel". Qué se fastidie. Y la niña se está poniendo blanca".
Seguían mirándose todas de soslayo. El ascensor, completamente lleno de humo, se transforma poco a poco en un pequeñísimo antro abarrotado de todo tipo de fragancias y sensaciones. De pronto la luz deja de parpadear; y se enciende otra pequeña de emergencia: " ¡Mierda!" Piensan todas. El miedo iba a hacer su aparición en cualquier momento. Un fuerte traqueteo seguido de un tirón, otro traqueteo, y otro tirón y finalmente una parada en seco. "¡¡AAAAAAAARRGHH!!"
            El grito fue unánime. Se abrazaron las cuatro en una piña humana, muy humana. La gorda les dio arropo a las otras tres. Se mezclaron los aromas y los sudores. Pero se sintieron protegidas: "Dios mío", se oía constantemente, aparte de otros rezos. Susana al ser la más pequeña quedó atrapada en el medio, que era lo único que le faltaba.
            Se encendieron las luces. El ascensor comenzó a subir de nuevo. Quedaban pocos pisos. Aunque para todas ellas pareciera que el tiempo se hubiera parado. Sensación que a más de una le resultaba muy familiar.
Se vieron todas las caras tan cerca que sus rasgos se deformaron en sus mentes. Pegaron un salto hacia atrás todas a la par; despeinadas y maltrechas. Se separaron de un grácil brinco; aquélla que pudo. Cada una comenzó a peinarse y arreglarse a su manera. Las cuatro volvieron a su posición inicial. Susana, aliviada y recuperada vio la falda de Amparo: "Vaya pota le he echado. A ver si no se da cuenta. ¡Ay!, qué mala que me estoy poniendo”
            "Cómo he podido abrazarme a este putón. Qué alta y guapa es. Seguro que cobra mucho. La niña esta parece que se ha recuperado". Piensa Amparo.
"A ver si llego a tiempo. Vaya un olor me han dejado estas tías. Vaya viajecito". Piensa Antonia mirando su reloj.
2
            Al fin llega el ascensor a su destino. Y el final es bastante sencillo: las puertas se abrieron lentamente y entró una bocanada de aire fresco que les dio la vida a todas. Entonces el TOSHIBA, el aparato aerotérmico, comenzó a funcionar con normalidad como si les deseara mucha suerte a todas.  
            Y salieron a todo trapo, cada una para un lado, sin volver la vista atrás, como en la salida de un Grand Prix.
Excepto durante el segundo en el que intercambiaron una compinche mirada.