1
Es un viernes
cualquiera de un otoño corriente. El edificio de la Torre de Madrid se alza
majestuoso, como siempre, vigilando su calle: la Gran Vía. El bullicio en la
entrada es ingente. La Plaza de España se prepara para las muchas citas que va
a recoger. Hay una multitud casi abrumadora de personas por todas esas sendas cercanas
de asfalto y adoquines. Es la capital preparándose para la "marcha".
El vestíbulo de la Torre, un pie para 37 plantas, es un ajetreado vaivén de
trabajadores que lo abandonan; alternándose los visitantes que ya llegan, con
la ilusión de la cita. El paso presuroso delataría nuevamente las reuniones que
cada cual tiene en compromiso. Los cuatro ascensores trabajan constantemente en
baile, sinuoso, y una burla de luces que van indicando la posición de cada uno
de ellos. El viaje hasta arriba es dilatado. La antigüedad de estos trastos
mecánicos contribuye a ello. Y así lo sabía Amparo. En buena cantidad de
ocasiones los había utilizado. Es una persona que viaja a menudo y ese detalle
le lleva a subir a las oficinas de IBERIA para obtener los billetes que
necesita para sus desplazamientos. Pero en esta ocasión subirá hasta el final,
no obstante su cita es en la terraza, sita en la última planta. Ha quedado con
uno de sus jefes, con el que mantiene una relación de varios años; como amantes
esporádicos. Él está casado y eligen sitios dentro de la popularidad pública
pero con la suficiente discreción para sus personas más conocidas. Y la esquiva
de algunos cotillas. Ella es una buena secretaría, soltera y cuarentona. Está de
muy buen ver diría alguien.
"A ver si le gusta el modelo que me he comprado. Ya
sabrá que lo he metido en los gastos fluctuantes. Bueno es igual, lo hecho…
hecho está". Piensa Amparo mientras sigue a
la espera de la llegada de uno de los cacharros voladores. Estos se movían en
un recorrido corto desde hacía un buen rato entre las oficinas intermedias.
Viste Amparo un conjunto de falda y chaqueta a juego, estrecho y de color rojo,
de parecido tinte al de su peinado. "Quizás
me lleve a tomar una copa al JOY antes de ir al hotel, porque hoy me apetece, o
quizá me regale uno de esos teléfonos móviles que tanto le están gustando a la
gente". Ella sola se ameniza la espera.
En ese momento se le acerca
alguien por detrás. Se gira. Observa a un metro una persona de aspecto monumental.
Es Antonia y disfruta de un cuerpo soberbio.
Antonia tenía
pensado bajarse con su cliente a una de las habitaciones del hotel cercano. Le
pensaba cobrar cien mil pesetas por atenderlo toda la noche. Había quedado a
las ocho en punto. Los pantalones ceñidos negros, con una chaquetilla roja
ajustada y la melena morena suelta al viento la sitúan como una mujer que
podría ser deseada por cualquier hombre, o mujer quizá, en cualquier momento.
Desde luego. Una moza perfecta para un papel secundario en la película Show Girl.
Por la puerta
accede nuestra tercera protagonista. Susana, de unos veinte años; poco más o
menos. En los bancos junto a las estatuas de D. Quijote y Sancho Panza había
quedado con varios de sus amigos y amigas. No recordaba con exactitud la hora
de su cita. Está un poco colocada. Es habitual consumidora de hachís desde hace
un par de años. Con sus amigos pensaba ir a dar una vuelta por la zona céntrica
de baretos en Malasaña, a menos de
diez minutos de allí. Al marcar el reloj de la Torre las ocho y comprobar que por
allí no aparecía ninguno de sus amigos se dio cuenta de que se hallaba nadando
sobre un estúpido error. Se había equivocado de hora. Sus compañeros de
estudios deberían llegar más tarde.
"Vaya marrón y ahora que hago. Tronko, no veas, ¿¡No!?"
Le falta todavía una hora para su cita. Empezó a
cavilar, lo poco que su estado le permitía. "¡Ya
sé!, voy a subir a lo alto de la Torre y observo Madrid un rato, que hace mucho que no lo
hago". "¡Cómo mola! Con todas las luces que debe haber". Fue
lo primero que se la pasó por la cabeza, a la muchacha. Cuando llega a la
altura del ascensor, les dice a las mujeres que allí estaban aguardándolo:
- Oye tronkas, ¿Me dais
fuego, o qué? – Espeta mientras mira con más
fijeza a Amparo.
- No tengo, señorita…
chica. ¿No pensará fumar adentro? - Contesta la
aludida, algo ofendida.
- Me lo voy a fumar aquí de
una calada sólo. ¡No te jode! ¿Tienes tú? - Le dijo entonces a Antonia,
propinándole una intensa mirada escudriñadora; de arriba a abajo. - Sí toma, pero luego lo apagas, ¿sí o no?
- Vaya país de reprimidas. Bueno, venga.
Finalizó la fumadora con un brillo colorado en sus ojos.
El ascensor bajó.
Se abrieron las puertas y apareció una señora mayor, gorda y todo sudorosa y
con un enfado tremendo:
- ¿Quién ha sido la guapa
que ha llamado al ascensor?, ¿¡Eh!, Eh!? No me ha dado tiempo a apretar el dichoso
botón. Si yo iba para arriba. ¿¡Eh, Eh!? Este es
el ascensor más lento del mundo. ¡Mecagoensupadre!
Se paró, balbuceó, resopló y refunfuñó durante unos segundos.
Pasaron las tres dentro del
ascensor. Susana soltó una gran carcajada. Antonia pulsó el mando del último
piso y Amparo piensa: "Vaya
viajecito, y encima van todas hasta el final", viendo que nadie pulsa
ningún botón más de la botonera.
En efecto tenía
razón la señora gorda. El ascensor subía lentísimo. Un parpadeo constante de la
luz del techo indica que algo no funciona todo lo bien que debería, para colmo.
El aire acondicionado seguía el mismo ritmo. Un TOSHIBA antiguo que ya tendría
que haber sido reparado en alguna ocasión. Un pobre aparato que parecía sufrir
una condena más eterna que la de Sísifo, arriba y abajo, arriba y abajo, y que
expresaba, con los intermitentes estertores de aire frío que expulsaba, que no
moriría tan fácil sin luchar hasta el final. Todas comprendieron al momento el
enfado de la señora gorda, disculpándola en buena medida. Iban a pasar mucho
calor, sin duda.
Antonia se quita
la chaqueta al primer síntoma de agobio. Iba muy maquillada y si comenzaba a sudar, aunque fuera un poquito,
se le estropearía toda la cara. Dejó ver su esplendoroso pecho, realzado por
uno de esos sostenes sexys.
Amparo no puede evitar pensar:
"Vaya tetas. Qué envidia. Mira que las
tiene empinadas la tía. Seguro que las tiene operadas. Claro, ¡si no de qué! Ya
con su edad las tendría caídas. A mí en esto no me pueden engañar. Si no fuera
por el miedo que me da, yo también me hubiera operado hace tiempo. Pero desde
lo que le pasó a aquella muchacha no me fío..."
Se miran las
cuatro, las unas a las otras. El calor empieza a ser insoportable.
"Y la niña esta no hace más que fumar.
Cualquiera le dice algo, es capaz de hacer alguna locura. Mira que ojos lleva.
Parece un sapo". Sigue Amparo con sus pensamientos.
A Susana se le
empieza a cambiar la cara. Entre el calor y el colocón que lleva el mareo va a ser inminente. "Hay que mala me estoy poniendo creo que voy a devolver. No veas
como suda la tía gorda ésta".
El ascensor hizo
un movimiento muy brusco y arrancó otra vez, con el parpadeo cada vez más
pronunciado. Todas se balancearon y entrechocaron. "Mira el vejestorio este como me mira. Se cree que no me doy
cuenta. Se estará muriendo de envidia. Seguro que va a algún sitio a ponerle
los cuernos al marido. Yo para estas cosas tengo mucho ojo. Claro se cepillará
a otro vejestorio y la tendrá como
una marquesa. Yo en cambio tengo que atenderlos a todos. Qué suerte tienen
algunas"
Esto es de Antonia.
La señora gorda
estaba a punto de reventar de calor. No podía articular palabra aunque
quisiera: "Éstas no tienen problema.
Están delgadas. Harán gimnasia y deportes de esos raros que ahora les ha dado
por practicar. Si tuvieran que atender un marido y cuatro hijos ya veríamos el
deporte que harían. Y esta que pinta puta tiene. Será de las caras. No tiene
nunca que fregar ni nada. En la tele he visto que viven bien. Se van con los
que quieren, les cobran y luego los echan. Estas han entendido bien la vida. Y
la otra, ya se le está cayendo el "rímel". Qué se fastidie. Y la niña
se está poniendo blanca".
Seguían mirándose todas de soslayo. El ascensor, completamente
lleno de humo, se transforma poco a poco en un pequeñísimo antro abarrotado de
todo tipo de fragancias y sensaciones. De pronto la luz deja de parpadear; y se
enciende otra pequeña de emergencia: " ¡Mierda!"
Piensan todas. El miedo iba a hacer su aparición en cualquier momento. Un
fuerte traqueteo seguido de un tirón, otro traqueteo, y otro tirón y finalmente
una parada en seco. "¡¡AAAAAAAARRGHH!!"
El grito fue
unánime. Se abrazaron las cuatro en una piña humana, muy humana. La gorda les
dio arropo a las otras tres. Se mezclaron los aromas y los sudores. Pero se
sintieron protegidas: "Dios
mío", se oía constantemente, aparte de otros rezos. Susana al ser la
más pequeña quedó atrapada en el medio, que era lo único que le faltaba.
Se encendieron
las luces. El ascensor comenzó a subir de nuevo. Quedaban pocos pisos. Aunque
para todas ellas pareciera que el tiempo se hubiera parado. Sensación que a más
de una le resultaba muy familiar.
Se vieron todas las caras tan cerca que sus rasgos se deformaron
en sus mentes. Pegaron un salto hacia atrás todas a la par; despeinadas y
maltrechas. Se separaron de un grácil brinco; aquélla que pudo. Cada una
comenzó a peinarse y arreglarse a su manera. Las cuatro volvieron a su posición
inicial. Susana, aliviada y recuperada vio la falda de Amparo: "Vaya pota le he echado. A ver si no se
da cuenta. ¡Ay!, qué mala que me estoy poniendo”
"Cómo he podido abrazarme a este putón. Qué alta y
guapa es. Seguro
que cobra mucho. La niña esta parece que se ha recuperado". Piensa
Amparo.
"A ver si
llego a tiempo. Vaya un olor me han dejado estas tías. Vaya viajecito". Piensa Antonia mirando su reloj.
2
Al fin llega el
ascensor a su destino. Y el final es bastante sencillo: las puertas se abrieron
lentamente y entró una bocanada de aire fresco que les dio la vida a todas.
Entonces el TOSHIBA, el aparato aerotérmico,
comenzó a funcionar con normalidad como si les deseara mucha suerte a todas.
Y salieron a todo
trapo, cada una para un lado, sin volver la vista atrás, como en la salida de
un Grand Prix.
Excepto durante el segundo en el que intercambiaron una compinche
mirada.