miércoles, 15 de octubre de 2008

UN ALOCADILLO PLAN

Hace días que tengo retenido en la cabeza un suceso de mi juventud, aparcado en los garajes del recuerdo, y que voy a liberar. Supongo que ha brotado a raíz de un comentario (tipo piropo y ya reflejado en este blog) que me regaló un tiparraco hace poco. Hay qué ver, nuestro cerebro tiene vida aislada de nuestra conducta cotidiana y creo que la memoria es la capitana del equipo.
Eran los años finales de la década de los setenta.
La cosa fue que debía desplazarme al centro de Madrid por un doble motivo: descambiar una camiseta, con un defecto, que adquirí dos días antes en una tienda de ropa, y la escapada al cine, todo en compañía de mi novia de aquél momento. Mi edad era 19 años y ella tendría 17 ó 18. Diré, para un buena captación del hecho, que entre nosotros la comunicación era catastrófica, ella no hablaba y yo lo hacía demasiado, la relación estaba condenada al fracaso, sobre todo por mi interés en apartarme del aburrimiento que esa situación acarreaba y darle protagonismo a otras personas para recibir una respuesta que de ella apenas llegaba, y, sin poder evitarlo, provocaba su enfado, por sentirse menospreciada. Pero yo odiaba el silencio por entonces, ya que el menosprecio entonces lo sentía yo.
Bueno; los caminos del amor son misteriosos, a veces lo son tanto que ni existen.
El plan iba a ser el siguiente: ella se acercaría a la tienda con la camiseta para descambiarla y yo la esperaría en un bar cercano, pero no a la vista, mientras tomaría una cañita. ¿Sencillo? Los cojones, ahora veréis.
Durante el trayecto en autobús hasta el centro le relataría mi idea en la que la chica tendría una importancia capital. Un paso importantísimo iba a ser que me quitaría la camiseta en las postrimerías de la tienda, para de este modo no llevar carga alguna, antes y después de la operación, en nuestro paseo por la ciudad. No recordé hasta que me vi sentado en el asiento del bus que la tienda estaba ubicada junto a la calle Carretas y muy cerca de los billares VICTORIA. Una zona llena de maricones maduros en busca de algún mozalbete que haga un rato de chapero y donde la prostitución callejera era protagonista absoluta. Sí, en esa zona tendría que lucir el torso, firme y marcado de gimnasio. Me consolaba pensar que era pleno verano y sería a las seis de la tarde. Ella entraría en la tienda con la prenda bien doblada y la descambiaría por otra de la misma camada. Saldría a encontrarme. Me enfundaría la camiseta nueva. Y colorín colorado.
Ya en el autobús sufrí uno de los enfados de mi compañera, y fue por que a una muchacha, sentada junto a nosotros, se le cayó el bolso y yo lo recogí con mucha amabilidad y se lo devolví con mi mejor sonrisa. El detalle creó el silencio más incómodo y yo no me atreví a romperlo para evitar un nuevo mandato a algún lugar asqueroso hacia mi persona. No repasamos el plan y no le pude recordar dónde debía buscarme después del cambio. Di por sentado que no hacía falta.
Llegamos al sitio.
Me veo luciendo tipo en un bar, que pasaría el examen para antro, con tres tipos mirándome. Uno de ellos se acerca para ofrecerme un cigarrillo y me dice que me compra una camisa si me voy con él. No veas cómo sudaba por todo mi cuerpo. Alargué los tragos de cerveza, ya que por allí no aparecía nadie con mi camiseta, cuanto pude. Veinte minutos sin saber dónde fijar la mirada y esquivando las frases que me llegaban como cascada por parte de los maricones. “Te vas a resfriar, guapo”. “Te han dejao plantao, vente conmigo”. “Ven, mira, toma, te regaló un paquete de tabaco, toma, cógelo”. En fin, cuando ya no aguanté más, a la media hora, me marché, para encontrarme en la calle a varias prostitutas que me lanzaron sus encantos: “vente conmigo, hermosura, que te voy a cobrar la mitad”.
¿Pero dónde estaba mi compañera?
Durante otro buen rato anduve a paso ligero por las calles adyacentes a la tienda, haciéndome notar cada vez más. “¡Qué coño buscas, niñato!”, me preguntó un proxeneta, y no supe contestarle.
Al fin la vi.
Se hallaba en un bar colindante aposentada en un taburete con un refresco apoyado en la barra y mirando la televisión. Ya había pasado por allí, pero resultó que ella había bajado al servicio. Se había equivocado de lugar al esperarme. ¡Eah!; y tan tranquila esperando.
Discutimos por el altercado. Como siempre, me mandó a la mierda varias veces porque decía que era yo el que se había equivocado. Sin más.
Pues nada, andando para el cine.
Y que hablen los actores.

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