domingo, 12 de enero de 2020

MI TREN EXPRÉS II

MI TREN EXPRÉS (pincha este enlace para primera parte). Más viajes en trenes nocturnos.

   En aquella cierta ocasión cuando retornaba hacia mi hogar, con vacaciones, tuve la gran idea de comprarle mil pesetas de porros a un moro conocido. Me quedé dormido en el asiento y, por si las moscas, escondí la piedra de hachís en un pliegue del asiento de enfrente donde en una parada nocturna se subió un cura taciturno y se sentó en él. Bueno, me dije, ya la cogeré cuando pueda echándole cara si hiciere (toma subjuntivo) falta. A media noche un olor invadió el compartimento, intenso, a yerbajos quemados, y, qué coño, a cannabis puro. Se había caído la piedra de hachís encima de la calefacción incandescente, encima de su protección, y estaba prendiendo como la yesca. Deduje que aquello iba para largo, y que el olor perduraría durante toda la noche. Me largué de allí y pasé todo el resto del viaje cambiando de asiento alejándome del lugar de la quema y esquivando al revisor, por si las moscas otra vez.
   No puedo contar cómo acabó su sueño aquel cura, sin inventármelo, pero quiero pensar que la siguiente misa que ofició pudo estar muy entretenida.



   Una vez, que había bebido más de la cuenta, me pasé de estación y no pude llegar a tiempo al trabajo. Acabé dormido en un banco duro y frío del andén desvencijado tres estaciones más allá de la mía. Pasaron muchas horas, así lo recuerdo, durmiendo la mona. Cuando desperté pude comprobar que por allí ya no pararía ningún otro tren hasta la noche. Decidí continuar la borrachera ya que se advino el mediodía antes de llamar al trabajo y contarles una milonga. Pasarse de estación, un ferroviario, es de lo más tonto que puedes admitir.

   Una vez pasé toda la noche apoyado en la barandilla de una ventanilla del pasillo del vagón observando el paisaje nocturno, con todas las tonalidades de grises que la luz de la luna ordenaba. Esas sombras móviles, cambiantes, misteriosas, amenazantes me consolaron sabiamente el puñetero dolor de la boca del estómago, un pellizco enorme que sólo era soportable en dicha posición. Dejé atrás una riña familiar doméstica en la que alguien se encargó de utilizar el chantaje emocional para ganar una discusión. Creo que aquel paisaje oscuro me hizo pensar en la posibilidad de ser escritor algún día. 

   Aquella vez tuve que hacerme el dormido y, al fin, salir al pasillo para no molestar a una parejita que habían aprovechado el traqueteo del tren para follar disimuladamente. Llegamos los tres por separado, el otro tipo era cojonudo, le gustaba hacer de reír. Ella estaba más buena que el arroz con leche en tiempos de guerra. Y yo era el niñato veinteañero que acabó por ser una molestia tonta. De modo que la cosa acabó medianamente ordenada.

   Voy a dejar las microhistorias de momento. No sé el alcance de ellas, ni lo que pueden hacer disfrutar a algún probable lector. No me despido de ellas para siempre, ni mucho menos. Ahí estarán esperando.
   Lo que puedo afirmar de aquella época, de aquellos viajes obligados, es que fue maravillosa en los recuerdos. Con toda la frustración, la ansiedad, la escasez económica, las soledades, los miedos al futuro separable insisto en que fue un tiempo magnífico. Sobre todo porque tenía veinte años. Y ahora que tengo los cincuenta puedo afirmarlo.
   Cualquier tiempo pasado fue mejor. Pues claro, siempre fuimos más jóvenes y además no se puede cambiar. ¿O sí? 
   SALUD y SUERTE.