Pronto comencé a moverme entre los trenes expresos nocturnos de RENFE, allá por principios de los años ochenta. El destino me convirtió en agente ferroviario. El primogénito de la familia, con dieciséis años, como otras tantas familias por toda España, dejaba de ser una carga familiar y seguía la tradición laboral de su padre. El futuro económico estaba resuelto con algo de esfuerzo y con respetar las reglas del juego. Pero había un peaje a pagar: los años del desarraigo. O sea, tener que mudarse a otra ciudad, por cojones, para conservar y preservar el trabajo presente y, por supuesto, las expectativas de futuro.
Y llegaron los viajes nocturnos.
En mi caso, fueron cinco largos años de ansiedad
y satisfacción. Dependía del origen y el destino. Los domingos
ansiedad. Los viernes satisfacción; o, quizá, sea mejor escribir
tranquilidad. Muchos de esos viajes tenían como mayor motivación ir
a ver a mi novia. Esos eran los viernes. Los domingos la motivación
era ir a asegurarse el futuro laboral. Hay que imaginarse a una
criatura de poco más de veinte años abandonando a otra algo menor y
en la mejor edad de belleza y deseo por la que se puede pasar en esta
vida. Pero vuelvo a los viajes. Los estímulos son muy personales.
Cada cual es único.
Voy a obviar aquellos viajes que hice en plan
aventura con amiguetes, siempre muy masculino todo, eran otros
tiempos, y sus correspondientes anécdotas. Dichos viajes han sido
practicados por gente fuera del ámbito ferroviario,
por curiosidad y diversión. El exprés Irún-Algeciras, El Moro, me
hizo pasar una de las noches más divertidas de mi juventud con
cuatro amigos más, todos ciegos perdidos, volviendo de Ceuta y
desplazándonos hacia Madrid, repartiendo chistes y comida entre los
viajeros.
Cuando los viajes nocturnos comenzaban a
consolidarse y convirtiéndose en rutina siempre sucedía algún
elemento descolocativo, desubicativo,
despropositivo y algún otro tivo
que se me escapa.
En esa época comencé a perderle el miedo a la
soledad. Es fácil cuando te pasas media noche apoyado en la
ventanilla del pasillo del vagón, esquivando los ronquidos y el olor
a pies de algún tipo tosco. Imaginaba entre las sombras lejanas
cambiantes todo tipo de cuentos fantásticos para evitar que el
cerebro se me transformara en jabón, o algo peor. Ya pasará todo
esto alguna vez, me decía.
Voy a utilizar el UNA VEZ sin el ÉRASE ya que no
busco el final feliz, pues nada ha terminado aún.
Una vez mientras esperaba al exprés a las dos de
la madrugada en un andén vacío y frío de ninguna parte escuché
unos pasos sospechosos muy seguidos y con interés por la dentera que
me entró. Eran uñas, muchas, golpeando contra el arcén. Tres
perros asilvestrados acaban de cruzar las vías dispuestos a olerme.
Menos mal que eran galgos y muy escuálidos. Aún así; me cagué,
sin protocolo. Decidieron que yo no era comida y que entre los tres
pesaban menos que yo. Vi la luz del tren acercarse y lancé un
alarido que surtió efecto. Bien, ese día el destino dejó de tener
importancia. Mi exprés me salvó.
Una vez le dio un infarto a un señor, lo
evacuaron en la siguiente parada y me quedé con su asiento.
Aquella vez no pegué ojo en todo el trayecto ya
que mi novia me había dejado por otro el fin de semana.
Una vez eyaculé, o algo así, cuando compartí el asiento/litera de 1ª abatible con la
viajera buenorra
de enfrente. Me dejó restregar mi pie contra sus partes íntimas e
introducirle mi dedo gordo por su coño con su falda subida, con las
bragas puestas y, por todo el Universo, con todo lo que hiciera
falta. Joder.
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