Otra vez me han pillado descuidado,
traicioneros de mierda. Siempre en manada, como los bichos asquerosos que son.
Debo correr aún más.
La última vez llegaron a morderme. Son una
avanzadilla. Los peores son los otros, los perros de cabeza y patas verdes, los
que siempre vienen al final. Pero esta vez no me cogerán. Por lo menos no me
cogerán vivo.
Allí está mi árbol. Qué bonito, fuerte y grande es. Cómo lo quiero.
Esta vez son ocho los que me acechan. Aquí
están dando vueltas a mi árbol, ladrando como posesos. Son dos más que la
última vez. Malditos perros cabrones salvajes. Ojalá los mataran a todos.
Por fin estoy a salvo Aquí arriba no pueden
morderme. Y cuando vengan los otros, los demonios verdes, los hijos de puta,
saltaré sobre ellos y mataré al primero que pueda clavándole esta punta de rama
en un ojo hasta verlo desangrarse y después a otro, !!!argggg!!!"
--María, ¿a qué hora se ha subido al árbol
está vez?
--Sobre las cuatro de la mañana, sargento.
No hemos podido convencerlo y hemos tenido que llamarlos, como las dos últimas
veces.
"Hijos de puta, perros verdes, ahora voy a saltar y os
mataré..."
El sargento ordena, mediante una señal, a su
compañero de servicio para que rodee el tronco del árbol y se esconda. Después
dice:
--Baja ahora Rafael. Baja y te ayudo a matar
a los perros, a todos.
Rafael bajó del árbol con los ojos
inyectados en sangre. Es un hombre delgado y bajito. Ha estado encaramado al
árbol más de cinco horas.
En cuanto puso los pies en el suelo es
inmovilizado por el guardia civil escondido; con tal maestría que no pueda ni
hacerle daño, ni ser dañado.
Luego su madre lo agarra y lo mantiene
abrazado para decir:
--Hijo, cálmate, ya se han ido todos los
perros, ya se han ido.
Madre e hijo comienzan a andar, ambos con
lágrimas en los ojos.
El sargento espera en la entrada del cortijo
a María para confirmar que todo está en orden y así proseguir con su ronda en
el LAND ROVER.
--Sargento, muchas gracias. Mi pobretico Rafael, con esos ataques de
loco que le dan. Nunca va a olvidar que aquellos perros asilvestrados lo
forzaron a correr por la noche y que se cayó golpeándose la cabeza y que estuvo
a punto de morir. Se tiró dos meses en coma. Ahí en esa encina, cuando era un
crío, se subía a leer. Se pasaba las horas muertas allí. Ahora ya no puede, mi
pobre Rafaelico.
La pareja de guardias civiles se subió
al coche.
El sargento bajó la ventanilla del pasajero
y dijo:
--María, llámame las veces que quieras,
hija, las que tú quieras. Adiós.