Pueden ustedes recordar la situación de despertarse bruscamente de una pesadilla. Claro que sí. Pueden ustedes recordar (qué tiempos aquellos) los negativos de la película de la cámara de fotos. Negativo que al revelarse da la vuelta a la imagen y sale la foto en positivo. Pues a mi me sucedió que el negativo de una pesadilla se me reveló como positivo en la vida real; es decir, al despertar. Me explicaré. La señora Paquita, que es como la esposa de Ned Flanders (el vecino de Homer Simpson) hecha realidad pero con treinta años más en su anatomía, mujer viuda y sola, me tenía alquilada una vivienda donde, en soledad, yo dormía en una habitación a puerta cerrada y completamente a oscuras y desnudo, para más señas. Éramos vecinos de planta. Únicos vecinos. Ella poseía las llaves de mi vivienda, como debe ser, y tenía permiso para entrar cuando yo no estuviera dentro desde el principio de nuestro contrato. Aunque la prudente mujer procuraba no hacerlo nunca. Pero nos hallamos frente a una avería de fontanería a la que había que plantarle cara de inmediato. Así que le tenía dicho que entrara sin ningún problema ante una emergencia. Paquita, auspiciada por otro vecino, contrato a un hombre negro de 1,80 de puro músculo. Un negro de África que entendía bien el español y de fontanería como para soldar una fuga de gas que tenía condenada al fracaso mi hornilla donde me cocinaba los engrudos de arroz y pasta. Llevaba comiendo de menú, y de frío, más de dos semanas. Me gusta. Debo decirlo. Paquita, me telefoneó y me aseguró que llamarían a mi puerta sobre las cuatro de la tarde. Me pareció bien ya que sería una hora perfecta en la que tendría tiempo de pasar un rato en el bar al salir del trabajo leyendo el periódico y tomando cerveza. Después le metería prisa al fontanero, regatearía su precio final, comería algo y me echaría una buena siesta. Placer que tenía olvidado desde varios días atrás. Un buen plan, ¿no les parece? Era jueves. Para no variar el fontanero no se presentó a su hora. Forma parte de su profesión. Paquita lo esperaba y yo hacía lo mismo. Y nos dieron las cuatro, y las cinco, y las seis y las siete. Y sin música del Sabina de por medio. Entonces me comí un plato de arroz tres delicias, frío, como un demonio cabreado. Y estaba algo colocado pues la espera me había llevado a beber más de la cuenta y a darle cuatro caladas a un porrito de marihuana que me fabriqué. Qué sueño más rico. Me fui para el dormitorio. Me acosté. Enchufé la radio que se apagaría sola al transcurso de 60 minutos. Y dormí tan plácidamente como un bebé. Mientras tanto Paquita esperaba con desesperación al fontanero. Ella había sufrido el desplante de otros dos profesionales con anterioridad y se temía que iba a sucederle lo mismo de nuevo. Pero hubo consuelo para su frustración. A las ocho de la tarde le sonó el timbre de la puerta. A las ocho y cinco sonó el de la mía, por lo visto y oído, durante diez largos minutos. Pero el dueño de ese timbre estaba en el mundo de los sueños que con la estimulación recibida no escuchaba nada. Desde luego a mi mente le interesaba mucho más soñar con que era un héroe medieval rescatando a una princesa. Paquita dedujo que yo no estaba e intentó abrir con su llave sin conseguirlo. Por supuesto mi puerta tenía echada la cadenita, en este caso un carril de seguridad rígido que impedía abrir la puerta más de tres centímetros. “A ver si le ha pasado algo al hombre”, expresó el fontanero corpulento. Qué clase de fontanero era ese tipo, pude preguntarle más tarde, que consiguió entrar gracias a un destornillador. Ni seguridad ni leches. Carril de seguridad empujado y anulado. Puerta abierta y los dos para adentro. En mi sueño estaba hinchando a hostias a un dragón pero sin éxito alguno. Es más, en ese tipo de sueños la bestia jamás sufre daño y yo acabo con dolor de brazo y acojonado hasta que despierto con bastante sudor y agradezco a la realidad su acogida. Aun en plena dormitada mi instinto de protección se activó cuando abrieron la puerta de la habitación y encendieron la luz. Entre la brisa y la claridad repentina desperté. Veo a Paquita en medio de la puerta con sus ojos bien abiertos y en su pecho un medallón reluciente, tras ella como si fuera bicéfala una gran cabeza rapada todo ello bastante negro. ¡El dragón! Pueden imaginar el salto brusco que di de la cama. Claro que sí. En el duerme vela esa figura que ambos representaban me pareció algo monstruoso. Y si hubiera sido un sueño a lo mejor hasta intento golpearlo. Pero era otro escenario y sospechaba que mis golpes iban a ser devueltos. Lo mismo el fontanero negro me da un puñetazo que aprovecho hasta el ruido. ¿Qué hacer? Pues quizá lo hayan adivinado: GRITAR. Y grito. Paquita grita todavía más fuerte. No sé si por el susto de mi voz o por ver mi cuerpo de noventa kilos de peso completamente desnudo y medio empalmado mi pene debido a las ganas de orinar que me entraron de súbito. El hombre negro también gritó. La escena acabó cuando, ya despierto del todo, exclamé: “La madre que te parió”. Como pude les indiqué que se marcharan hacia la cocina. Me vestí. Paquita se había marchado. Me puse de acuerdo con el fontanero para la tarea. Una hora después él también se marchó. Por lo visto, la factura era para el seguro. A mi me daba miedo volver al dormitorio con lo que esa noche dormí en el sofá. Al día siguiente sobre las cuatro de la tarde sonó el timbre de mi puerta. Abrí. Era Paquita y me detalló muy enfadada que estaba disgustada conmigo por haber nombrado a su madre (ya fallecida) el día anterior. Le tuve que pedir perdón. Qué le vamos a hacer. A joderse uno, otra vez. Y a por la siguiente pesadilla.
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1 comentario:
Presuntamente basado en hechos reales.
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