Nuestra pandilla la formábamos tres chicos y dos chicas, todos rondando los veinte años.
Y reflejo esto con empaque porque todos nos queremos exageráo desde chicos. Nacho y Alba, forman pareja desde hace tiempo. Una tarde se regalaron un beso delante de tós, y ¡hala! se acabaron los coqueteos de los demás; con mi chica nada de nada; dicho que aprendió de un veraneante foráneo, de Graná. Alba es rubia, delgada, resoluta, risueña y muy estudiosa. Nacho se enamoró de ella en cuanto tuvo algo de conocimiento. Él es un tío de los guapos, según todas, y sólo piensa en jugar al fútbol, aunque no le impide aprobar todas las asignaturas. Luego nos divertimos como podemos Luismi, Mary y este servidor, Lolo. En ocasiones, me siento como un verdadero tostón. Nosotros tres somos los solteros; y presumimos de ello ante todos, no se crean. De qué buena gana, tanto él como yo, dejaríamos de serlo muy a gusto. Y nos jartaríamos de darle la mano y besuquear a la Mary delante de tó el pueblo. Luismi es más gordito que yo, pero el jodío es más alto y guapo.
Solemos planear algunas aventuras que resultan emocionantes y, por sorpresa de vez en vez, hasta algo peligrosas, pues los cinco somos atrevidos y temerarios, a la hora de trepar y explorar por sitios casi inaccesibles, por algunas laderas y veréas de Sierra Nevada. Vamos a esos lugares en bici y pasamos la jornada al completo. Por ejemplo, el verano pasado nos decidimos a explorar una cueva situada en el Cerro de la Muela. Era un día otoñal, espléndido con un cielo azul claro sólo manchado por la estela de un avión a reacción. Allí descubriríamos algo asombroso.
Ya verán, ya, sobre todo para mí.
Ahora quiero recordar como todo el contorno y el clima cálido y arropador enarbolaban la figura esbelta de Mary; su negra melena casi zahína, su exquisito movimiento, y su pantalón vaquero estrecho que redondeaba su trasero y lo resaltaba con movimientos armónicos. No podía apartar la vista de ella cada vez que escalábamos un risco y la dejaba pasar primero. “Qué buena está”, mi cerebro liberaba ese pensamiento, incluso a mi pesar. Ya en cierta ocasión me dejó bien claro que predominaría la amistad entre nosotros, sacrificando el sexo. ¡Qué mala suerte, que tengo! Pensé como un niño.
El camino hasta llegar allí es una sinuosa vereda con gran cantidad de altibajos y recónditos bancales cercanos a las casitas de paredes blancas con las cenefas de pintura de cemento y de lejos acompañándonos las arboledas, todo con enorme silencio.
Al fin, avistamos el lugar. Situada en un pequeño monte de relieve cuadrado en el que la cueva en sí daba la sensación de que era una caries del cerro, rodeada de vegetación de secano con tonalidades amarillentas y, a ratos, verdosas. La entrada es angosta y oscura, apenas un túnel. Una vez dentro, se abre una especie de galería por la que tenemos que pasar agachados. Al final, se despliega una especie de habitación totalmente iluminada. Caían gotas del techo y en el suelo resaltaban bastantes charcos de agua. Pero, ¿de dónde procedía esa luz tan protagonista y que desplazaba toda oscuridad del fondo? Qué fenómeno tan poco corriente.
La curiosidad reinó en nuestras miradas. Quisimos averiguarlo y nos encaminamos con decisión directa al interior. Nachó encabezó la expedición, asida de su mano lo siguió Alba, su novia. “Qué suerte tiene el tío”. Inmediatamente detrás, Mary avanzó decidida; después yo, tras una recriminación de Luismi, que cerró la fila india.
Son unos treinta metros de absoluto silencio los que recorremos con paso firme y sigiloso, acción hermanada con nuestros andares. A mitad de camino un eco nos sobresaltó y paramos nuestro movimiento bruscamente, en seco. Choqué mis partes más delicadas y protuberantes contra el trasero de Mary. Qué gloria, por unos segundos ella giró la cabeza para escudriñarme y me puse mas blanco que el pico del Veleta en invierno. Ella giró la cabeza y la daleó un par de veces marcándome el terreno con su mirada. Seguimos de inmediato con la curiosidad álgida y la incertidumbre quemándonos los nervios. Serían unos treinta metros de inquietud los que recorrimos con paso firme y sigiloso, acción hermanada con nuestros andares. A mitad de camino un eco nos sobresaltó y paramos nuestro movimiento bruscamente, en seco.
Ya faltaban muy pocos metros para acceder a la habitación interior iluminada donde se vislumbraba que fuera de una altura de unos ocho o nueve metros; el resto sería, más o menos, como el aula de un colegio, de unos cuarenta alumnos. Los conocía bien.
Todos quedamos fascinados por lo que vimos. Cientos y cientos, miles, de
luciérnagas revoloteaban alrededor de una veta de color oro casi albino que debía su brillo a los rayos de sol, y que eran refractados de pared a charcos y vuelta para que se perdieran por una grieta del techo como si hubieran recibido una mano de limpieza en un particular lavado automático para una oscuridad añeja. Éramos cinco personas fascinadas y con la boca completamente abierta.
Pasaron varios minutos donde el protagonismo lo adquirió el abrazo fraternal que nos unía. El techo de la morada, ¡qué digo techo!: el firmamento de la cueva giraba como las luces de las bolas plateadas de una discoteca de pueblo. Cuánta hermosura, privada, sólo para nosotros, príncipes elegidos del reino de la de placidez...
¡Ho No!, Luismi besa en los labios a mi adorada Mary. ¡Ho No!, le da un morreo. Qué suerte la de mi amigo; seguro que con él eso de romper la amistad no le importa una mierda, pinchá en un palo. Disimulé la mirada. Ni lo notaron.
De repente la luz desapareció, y con ella las luciérnagas. La grieta apenas dejaba pasar un minúsculo rayo de sol que sólo nos serviría para encontrar la salida.
Ahora sí, ahora los cinco nos miramos sabiendo que los minutos anteriores labraron una profunda magia para todos. La sorpresa fue tal que no lanzamos ninguna foto. Qué tontos.
Siempre sabría que una maravilla puede ir acompañada de un fracaso, una decepción, un desengaño, que sé yo, ni en qué orden. Pero que todo eso es pura vida, que hay que esperar cualquier detalle sorpresivo de ella, para bien o para mal. Que una decepción para ti puede suponer una gran satisfacción para otro. Y también sabría que las satisfacciones buenas no son las desgracias de los demás; como siente algún tontolapolla, por mucho que lo disimule.
Me alegré, porque en aquella cueva hubo amor de todas las clases.
Durante el camino de vuelta recibí los abrazos más profundos que uno pueda desear, muchos besillos en las mejillas, donde la Mary se esmeró como nunca lo hizo. Luismi me dijo al oído que lo sentía, que esperaba el momento adecuado para declararse ante ella y que el pequeño milagro que habíamos contemplado lo ánimo hasta el punto de no poder contenerse. Alba y Nacho, dejaron caer que le habían comentado a una amiga de la facultad nuestras escapadas y que en la próxima vendría para acompañarnos. Amistad y amor: indisolubles y repelentes, todo al mismo tiempo.
Volví a nuestra cueva. Al detallar el “cosmos” del que fuimos testigos, tuve frecuente compañía en mis visitas. Pero jamás se repitió tal maravilla.
También he comprendido que hubo un universo en miniatura en aquella íntima escapada, el formado por los sentimientos vírgenes y verdaderos.
1 comentario:
Prefiero endulzar los recuerdos con fantasía que con veracidad. SALUDy SUERTE.
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